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Un día, una bomba

Hemiciclo

Mariano Valcárcel González
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Mientras el auto de la policía camuflado me retornaba a mi domicilio tras pasar la velada con el ministro, pensaba hasta cuando aguantaría París la presión terrorista. La banda asesina se regeneraba como los hongos en el bosque, salían las esporas ocultas en esa sociedad —la vasca—, podrida aunque de apariencia sana. Se había generado la organización al amor de la lumbre del fundamentalismo eclesial vasco y del espíritu de resistencia de su nacionalismo frente al nacionalismo español y frente al fundamentalismo franquista. Una gran paradoja, dos iguales tirando con vectores divergentes que debieran dar lugar a la resultante de una fuerza distinta y suma de esas dos.

Los opositores al Régimen aplaudían y arropaban a esos luchadores reales, no de palabrillas, acción pura, que la vecina Francia admitía en su domicilio como forma de joder bien a la España subalterna. Pensaban, y algunos jóvenes también pensábamos, que en cuanto cambiase el viento arriarían esas velas. Craso error. Muerto el perro no se acabó la rabia, en absoluto: creció la epidemia (había demasiados perros ya contagiados). Nos desorientaba fundamentalmente el sesgo que se le iba dando al asunto; que también fuésemos los socialistas también los atacados con saña ya no nos cabía en nuestras cabezas... ¿No habíamos luchado, no luchábamos todavía por la libertad? ¿Entonces por qué?... Esta sinrazón nos tenía a muchos paralizados y pocos conservaban la suficiente sangre fría para analizar la situación, ver el verdadero peligro, señalarlo y empezar a combatirlo. Todavía estábamos anclados en el cliché del enemigo fascista representado por los miembros del Ejército, Guardia Civil, Policía y los ultras, desde luego con razón a tenor de los intentos de golpe de estado frustrados o abortados a tiempo.

Así que la presión de la banda asesina se hacía notoria por la sangre que puntualmente derramaba. Nadie sabía hasta cuando aguantaría este pueblo español a pesar de que oficialmente tratábamos de calmarlo con frases hechas y cada vez más huecas y falsas.

Se habían intentado acercamientos, secretos desde luego, que yo conocía por el ministro. Hasta Argel se había ido..., para nada. Y ellos, ahora, estaban encorajinados.

Nos dábamos palmaditas con Arzallus, que trabajaba con doblez jesuítica hacia su sueño político individual y vimos el ogro en Tejero.

—¡Quieto todo el mundo!

Coño, todavía resonaba la orden en sus oídos.

Y los demás gritos y el crepitar de las armas automáticas. Aquella tarde era especial, él de político bisoño ante su primera y real crisis de Estado. Caía el Presidente Suárez y no por la presión de los nuevos socialistas sino la de sus propias gentes, la de los franquistas reciclados y aquellos que se decían democristianos. Por sus propias contradicciones internas y desde luego sus ambiciones personales. Yo estaba sorprendido de los sucesos de aquellos días, casi todos lo estábamos pues vislumbrábamos que se preparaba de forma insospechada nuestra arribada al poder. Sí, tras años y años volvería un gobierno español a ser socialista.

Lo mismo pensarían ellos y de resultas no estaban dispuestos a consentirlo.

—¡Todos al suelo!

El del bigotón y el tricornio, con pistola en la mano derecha, se había subido a la tribuna de oradores del Congreso y desde allí nos gritaba blandiendo el arma, pero lo peor era que más y más guardias civiles penetraban en el hemiciclo chillando a su vez y lanzando la balacera. Es lo único que vi, lo confieso avergonzado, porque al igual que los demás y entre aturdido, incrédulo y acobardado me había lanzado a esconderme tras los respaldos de los asientos delanteros.

Duró una eternidad aquella balumba pues no cesaban los tiros, los gritos, la caída de cascotes, la rotura de vidrios. Yo sólo veía los zapatos del compañero de al lado.

Aquella noche fue interminable y esperpéntica.

Me acordé de lo que me contaba mi padre acerca de algunos sucesos pasados en la contienda civil, también de lo que dijo Cifuentes, ¿qué le pasa por la cabeza a las personas cuando se sienten amenazadas de muerte?, cierto que no debe ser lo mismo en cada caso.

El olor acre de la pólvora llenaba el recinto, el humo, agarrándoseme a la garganta, es lo primero que sentía y perduraba hasta que llegó el silencio. Un silencio atroz, que era peor que los anteriores gritos y que las detonaciones. Sólo pensaba: ¡Quédate quieto, quédate quieto!, tal vez en la creencia infantil de así lograr volverme invisible. Pero a la vez la curiosidad —¿qué pasa, qué está sucediendo?— y de nuevo volvieron las voces...

—¡Se siente, coño!, ¡que se siente!

Empezamos a removernos, a darnos cuenta de la infame postura que habíamos adoptado. Nos íbamos incorporando. Asomaban tras los respaldos las cabezas de diputados y diputadas, asustados. Subían y bajaban por las escaleras los guardias civiles, metralleta en mano, amenazantes, acudían donde los periodistas y donde los cámaras de televisión que hasta aquellos momentos estaban retransmitiendo en directo la defenestración del Presidente y su indecorosa entrada, rompiendo todo, tratando de controlar a los plumillas y a los gráficos. En el centro de la sala se amontonaban las mesas y sillas de los estenógrafos. Suárez y Gutiérrez Mellado estaban rígidos en sus asientos. Carrillo también. El energúmeno del bigote subía y bajaba visiblemente nervioso. Otro uniformado se encargaba en esos instantes de decirnos que nos mantuviésemos quietos y tranquilos, que pronto iba a aparecer «la autoridad, por supuesto militar» que nos explicaría lo que estaba aconteciendo, ¡como si no estuviese bien claro que allí había en desarrollo un golpe de Estado!

«¡Pavía!», pensé de inmediato, «¡Pavía entrando con su caballo!»

Era absurdo: el general Pavía asaltó el Congreso hacía más de cien años. Pero esto era un asalto-secuestro evidente y también lo habían ejecutado los guardias civiles.

—¡Eh, eh, Echávarri! —era mi compañero de escaño, al que antes sólo le veía los zapatos. Nos habíamos medio sentado. Un guardia, a nuestra derecha, se volvió e hizo ademán intimidatorio con su arma.

—¿Estás bien? —le pregunté quedo.

—Sí, ¿y tú?

—También —volvía a mirarnos el guardia.

Una pausa mientras observábamos.

Todas y todos más o menos andábamos lo mismo. El oficial seguía perorando, pidiendo calma y anunciando la llegada inminente de quien, suponíamos, debía ser el jefe del golpe. Los guardias se entretenían en identificar y reconocer a los políticos más significados. A alguno le mostraron su inquina más feroz. Temí que no se contuviesen e iniciasen una matanza. Porque a los periodistas ya los habían sacado.

Intuí que la noche sería muy larga.

—¿Qué está pasando? —le pregunté al compañero.

—Ni puta idea: pero esto es un golpe de mano. ¿Sabes quién es el del bigote?

—Me suena su cara, sí..., ¿no había estado metido éste en líos de levantamientos militares?

—¡Claro, hombre, es el teniente coronel Tejero, de la Operación Galaxia!

—Pues estamos apañados: éste no es precisamente comunista.

—No, no lo es. Me empiezan a temblar las piernas.

—Y a mí. Esto está feo.

El hemiciclo aparentaba ahora ser más reducido de lo que en realidad es, lo contrario que cuando se muestra en la televisión, porque por ahí se lo ve más grande gracias a las lentes de las cámaras. Era nuestra accidental cárcel y esperaba no se convirtiese en nuestra también accidental pero inopinada tumba. Los golpistas, dado quien los mandaba, no eran de fiar y se podía esperar todo de ellos.

La Guardia Civil había sido manipulada por el régimen franquista para que se sintiese leal y agradecida. Bueno, como a todos los militares y otras gentes. Pero dado el historial mítico —Santa María de la Cabeza como ejemplo— del cuerpo armado (Instituto Armado, que legalmente no es Cuerpo Armado) y sus aportaciones a la destrucción del maquis, el conjunto y sus miembros se sentían guardianes de las esencias patrias, de la Ley y del Orden, que se canta en su himno, y esperaban un motivo para acabar con el supuesto desorden que habían aportado los cambios últimos. Como no faltaban los allegados al fascismo que les regalaban los oídos, el terreno andaba más que abonado.

El guardia se había alejado. Algunos atendían a unas diputadas, en especial a una que andaba en estado de buena esperanza, ya avanzado.

—Oye, dicen por ahí delante que estamos incomunicados.

—Natural. Éstos nos fríen aquí mismo, ¡no ves que se han llevado a los periodistas!

—¡No seas malasombra, Echávarri!

No, malaje no. ¿Pero en qué piensa un hombre cuando siente de cerca la muerte?

Yo estaba más pendiente de lo que acaecía a mi alrededor que de mí mismo, tal vez porque tenía conciencia de que estaba viviendo un verdadero y trascendental hecho histórico.

La noche iba para largo...

Alguien tenía una pequeña radio. Existía pues un enlace con el exterior, bien que de fuera hacia dentro, para hacernos alguna idea de qué iba todo aquel jaleo o hasta donde llegaba su alcance.

¡El Congreso estaba rodeado!, ¿leales o también sublevados? Dicen que leales.

Aquí no aparecía ningún espadón, nadie con estrella de cuatro puntas. Las caras de los captores empezaban a descomponerse, ya no miraban fieros, más bien rehuían la mirada. Las armas cortas se enfundaban y los subfusiles dejaban de permanecer en prevengan. Larga vigilia esperaba. Me acomodé con cierta relajación intentando estar lo más cómodo posible.

—¡Don Antonio María! —me interpelaba uno de los múltiples guardianes.

Me fijé en el sujeto. Reconocí debajo de la gorra a un chico que había estado una vez en mi casa, pintando unas habitaciones.

—¿Manuel? ¿Tú eres Manuel el pintor? —y él se fue acercando—. ¿Pero qué haces tú metido en este fregado? —y al momento comprendí la idiotez de esta pregunta.

—Ya ve... —se trataba de disculpar.

—Oye, Manuel, ¿qué es todo esto?

—Ahora no le puedo decir nada don Antonio, usted no se preocupe.

—¿Pero cómo no me voy a preocupar con todo este tiroteo?

—Nada, sólo para asustar..., de veras que no le va a pasar nada.

—¿Y a otros, tampoco le va a pasar nada a otros de los que están aquí?

—Creo que no. No tenemos órdenes de hacerle daño a nadie.

—¿Qué órdenes tenéis?, ¿quién las da?

—Las da el teniente coronel Tejero. Sólo sabemos que de aquí no debe salir nadie, hasta que se decida otra cosa.

Intenté sonsacarle más información.

Se alejó por la escalera hacia un grupo de guardias. Se les notaba cada vez más indecisos. Algunos salían del salón para volver cada vez más nerviosos. Miraban con inquietud a sus oficiales.

—¡Eh, Echávarri! ¿Qué dice el guardia?

—Que no sabe nada. Sólo que nos deben tener aquí encerrados.

—¡Vaya papelón! Éstos se cargan a Carrillo, a Suárez, a Felipe y Guerra y al primero a Sagaseta.

—¡Ahora lo dices tú! Esperemos a ver...

—¡Qué remedio!

Sabíamos que estábamos condenados. Sí, ¿qué piensa uno cuando está en capilla?... Pues yo pensé, de golpe, en los zapatos del catalán, que de Cataluña era mi compañero de escaño; llevaba las suelas en exceso gastadas, ¿es que no le llegaba la dotación económica para comprarse zapatos nuevos?, ¿y por qué me preocupaba yo de los zapatos de Castell, del diputado Castell? ¡Y a nuestro alrededor grupos de guardias civiles dando vueltas y paseos, arma en ristre, y cada vez más cariacontecidos!

¿Qué estaría haciendo mi padre? Conociéndole bien creí que estaría al teléfono contactando con sus amistades para tratar de averiguar de primera mano los sucesos que estaban ocurriendo. Los minutos pasaban con lentitud brutal.

Se acercaba otra vez el guardia Manuel.

—¿Qué se sabe, Manuel?

—Mire usted, yo creo que hay un lío terrible. Aquí no se aclara nadie. Dicen que ya está en camino un general que tiene permiso del Rey... Lo que parece seguro es que en Valencia hay tropas en las calles y que aquí a nuestro alrededor todo está lleno de soldados.

—¿Y tú qué vas a hacer?

—Esperar como todos. Yo obedezco órdenes. Ya veremos...

Ese «ya veremos» indicaba bien a las claras que se debilitaba su fe y se relajaba su disciplina. Me miró Castell perplejo. El murmullo de los concurrentes iba en aumento y los captores trataban de acallarlo. Si nos dejaban podríamos empezar a alborotarnos, a pedir explicaciones, a tener cierto valor y rebelarnos.

Cuando recuerdo y pienso en aquellas larguísimas horas me vuelve a invadir una fuerte sensación de vergüenza personal y de vergüenza de clase. Personal, porque no fui capaz de actuar con la gallardía de aquellos tres que se enfrentaron a la humillación, conejo asustado debajo del asiento; de clase, porque representando unas ideas políticas y democráticas, supuestamente representando al pueblo, no habíamos sido capaces de defenderlo ante esos bárbaros. Salir al siguiente día, luego de ser liberados, tras una gran pancarta que decía «POR LA LIBERTAD, LA DEMOCRACIA Y LA CONSTITUCIÓN», a mí, personalmente, me pareció una gran burla. ¡Qué fácil es estarse cómodo tras la trinchera!

Por mi padre supe de gran parte de lo que fuera del Congreso, en Madrid, en las provincias, también sucedió.

Él había seguido los acontecimientos pegado a la televisión, la radio y el teléfono. Me preguntaba con mucha curiosidad acerca de nuestra situación, las actitudes de los demás protagonistas voluntarios e involuntarios, mis impresiones... Le conté lo que sabía. En una sola cosa le corregí; según me dijo varios guardias saltaron por las ventanas y se entregaron ya en la mañana del día veinticuatro, lo cual era cierto, pero también era cierto que otros ya habían tomado las de Villadiego durante la larga madrugada, a espaldas de sus mandos, hasta que éstos se dieron cuenta de las deserciones y ordenaron cerrar todos los accesos externos, no para que no escapásemos nosotros sino para que no se les marcharan sus hombres.

—Don Antonio María, ¿cómo va?

—Bastante cabreado empiezo a estar, aquí sentado sin poder estirar las piernas, sin comunicarme con nadie de fuera, sin poder tomarme ni un bocadillo...

—Esto se está pasando, es verdad. De mí para usted que aquí se ha perdido la partida y lo único que esperan es una forma de salir con el menor daño posible.

—¿Era un golpe de Estado, sí o no?

—Estoy en que sí...

—¿Lo sabíais?

—Al principio no. Nos repescaron cuando hacíamos un curso y nos dieron el armamento y nos subieron a los autobuses.

—¿Habéis venido en autobuses militares?

—No, en transporte civil, en autobuses de línea; en ese momento fue cuando nos empezamos a extrañar y más todavía cuando nos dijeron que nos quitásemos la gorra.

—¿Y?...

—Pues nos dijimos algunos: «De ésta o nos ascienden o nos encarcelan»... Hemos localizado un teléfono útil y hemos llamado fuera. Nos dicen nuestros familiares que esto está abortado; que salvo el capitán general de Valencia los demás no han movido ficha.

—¿Qué capitán general?

—Milán del Bosch.

—¿Y el Rey qué hace?

—Dicen que está en la Zarzuela armado hasta los dientes y que ya ha salido en la televisión diciendo que nada de nada...

—Pues eso quiere decir lo que me has dicho, en efecto. Anda, no seas tonto y trata de escapar de aquí antes que a ésos se le ocurra alguna burrada.

Manuel no me contestó. Pero lo cierto es que ya no volví a verlo en toda la velada. Más tarde, me lo encontré, todavía de guardia, y me confesó que tras dejarme se pensó bien el tema y dando vueltas en apariencia de forma inocente descubrió una puerta auxiliar del bar, abierta. Se lo comunicó a otros compañeros y con pasmosa tranquilidad, con el armamento encima, se fueron escurriendo hasta la calle. Allí se mezclaron con los demás hombres armados y tras pasar un par de horas más consiguieron un vehículo y retornaron a su acuartelamiento. Y nadie les preguntó nunca nada.

Mi padre se superó en esos días. Fue tan clara su apuesta por la libertad, que había que apuntalar bien para que no se truncase, que a la demanda de que ejerciese la defensa de algunos de los acusados, como abogado y militar que había sido, se negó en redondo a participar en tal esperpento. Y el tiempo le dio la razón.

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Fecha de publicaciónMarzo 2013
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