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Un día, una bomba

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Mariano Valcárcel González
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Me esperaba el Ministro del Interior, que ahora era así como se designaba al responsable del ramo de Gobernación.

Había llegado al Ministerio con fama de eficacia proveniente de su trabajo municipal en la capital, que por un lado quería acabar con el terrorismo y por el otro realizar cierta apertura en los medio policiales más recalcitrantes. Para una y otra cosa se puso en manos sin más remedio de veteranos de esa casa, en los que decidió confiar. Ello tenía dos peligros: por un lado que lo engañasen premeditadamente y por el otro que se mantuviesen las estructuras del aparato represor franquista.

Alguna vez me invitó a ciertas reuniones que convocaba en un pequeño chalet de la sierra, que era de su familia. O a comer en un asador cercano. No me gustaron algunas de las personas que concurrían, las noté oportunistas y falsas. Traté de advertírselo pero aducía que yo pensaba así llevado de mis prejuicios antifranquistas... No era de convencer fácilmente.

Estaba sentado detrás de la mesa del gerente, en un despacho totalmente hospitalario, del que se salvaba dentro de esta atmósfera claustrofóbica, un detalle muy personal y cálido; un dibujo infantil de chillones colores en el que se podía leer con letras grandes pero de trazo irregular la dedicatoria. Se levantó mientras me extendía la mano.

—¡Hombre Echávarri!, ¿qué pasa?

—Nada ministro, que a mi padre se le para el reloj.

—Ya sé, ya sé... Que me he enterado, no por tu comunicación desde luego, y no he tenido más idea que la de venir a verte, por dos motivos... —salió de detrás de la mesa.

—Gracias por el detalle...

—Uno por la estima que os tengo y otro porque debo hacerte una advertencia —no me dejaba hablar—; aquí no puedes estar así, no estás seguro y no me fío. Ya se sabe a nivel de calle que andas por acá, porque se ha divulgado la noticia, y se les podía pasar por la cabeza a esos cabrones hacerte una «visita».

—¿A mí?, ¿y por qué?...

—Pues porque sabemos que inician una nueva ofensiva, dado que las secretas conversaciones que tuvimos con ellos han quedado en nada. Deben ahora demostrar a los suyos, y a nosotros, que son más fuertes y que pueden seguir haciendo daño.

—Bien, pero no me elegirían a mí...

—¿Por qué no?

—¿Y por qué sí?

—Mira, Antonio María, no seas cabezota ni ingenuo. Si eres presa fácil irán a por ti y ahora mejor porque estás en situación. Sitio difícil de controlar y tú visible y accesible en cafeterías, pasillos y otras zonas. Además... ¿quién puede esperar una cosa así aquí?

—Eso digo yo. Pero si es que no tengo miedo...

—¡Que te dejes de tonterías! No se trata de tu valentía sino de su victoria, de su doctrina, de lo que consiguen con eso. No se trata —que sí—, de tu vida sino de nuestra sociedad, de nuestro gobierno y de nuestro partido. Si les dejamos el campo libre...

—¿Qué quieres que haga?

—Irte a tu casa.

—Pero es que quiero seguir la evolución de mi padre...

—¿Va a mejorar de esa forma?

—Hombre, no lo sé.

—Pues tú sigues en contacto con el hospital y con gente de confianza que pongas aquí y todo bien. Si no, tendría que destacar una escolta a este sitio, pero sabes lo molesto que eso es y también pone en peligro a más gente.

—Desde luego.

—Pues bien; te vienes conmigo al ministerio y seguimos. Mandas desde allá a quien creas conveniente y luego te llevan a tu casa.

Llamó a Esteban, que no esperaba menos, para que fuese él quien hiciese la vigilia y salió con el ministro tras despedirse del gerente.

Un fotógrafo trató de captar esa salida, pero unos policías se lo impidieron. No dejaron acercarse a nadie de los medios informativos y con celeridad ocuparon el automóvil oficial. Con la misma diligencia se adentraron en la ciudad.

La conducta de Juan de Dios en la cárcel fue calificada como óptima.

Como no era tonto, sabía que guardarse de ciertas cosas, y guardarse también las espaldas, le beneficiarían. Acudía a la biblioteca, estudiaba, sí, asistía a las clases que se daban en prisión, hacía algún trabajo en los talleres y fue requerido para colaborar en cosas de su especialidad laboral. Estaba bien considerado y puso a su favor al director y al juez (no sin su correspondiente aporte en trabajos domésticos particulares para ellos). Iban a darle el tercer grado, lo que significaba casi estar libre.

Procuró contactar con Rafaela; al fin y al cabo él no la había olvidado. Al hacer trabajos fuera de la cárcel pudo enterarse de donde estaba y el suceso del acercamiento e incluso el casamiento con el abogado Jaime Echávarri. No le sentó nada bien, la chica era suya, él la había espabilado, ¿quién era ese señoritingo ya viejo para levantársela?... La rabia le llenó por completo, el odio amenazó su estudiada contención y a punto estuvo de quebrar uno de aquellos permisos de salida para no regresar a la prisión. Se movió con mucha cautela, controlando al máximo su enorme rencor y procurando no acercarse.

Sin embargo su venganza sería adecuada y en su momento: nada de complicarse la vida sin sentido ni provecho.

Desde luego Jaime, como abogado en la causa, había sido informado, pero creyó mejor el no decírselo a ella.

El contacto llegó una mañana al aproximarse a Juan, el hermano de Rafaela.

—¿Qué, Juan, no conoces a un viejo amigo?

—¡Juan de Dios, qué sorpresa!, ¿tú ya estás libre? —había cierto miedo en las palabras y más en la mirada del muchacho.

—Casi, casi... Ya me ves que estoy en la calle. Tengo que comportarme desde luego... No va mal la cosa porque tengo trabajo, ya ves —quiso tranquilizarlo—. ¿Qué es de tu hermana? —aparentaba el mayor candor.

—Bien, bien... —eludía el otro la verdadera respuesta—. Muy bien.

—Bueno tío, te veo hecho un hombre...

Y continuó una intrascendente charla. Luego se despidió del modo más cordial. Juan sintió un ligero pellizco en el estómago; no le gustaba nada que volviese aquel sujeto a la vida de su hermana, a sus vidas también. Creyó que hacía bien en poner al corriente a Rafaela, equivocadamente.

Pero era la reacción que Juan de Dios esperaba.

De todas formas tal vez existan cosas en esta vida que no se puedan evitar, que están —como dice el vulgo—, «escritas» en algún lado y que se cumplen irremisiblemente se quiera o no. El determinismo, el fatalismo, ese destino que parece ser inflexible ¿es eso regla general?

Así que Juan visitó una tarde a su hermana.

Quería enmascarar esa visita como algo casual, un «pasaba por aquí»... Hacía algún tiempo que no se veían. La alegría de Rafaela fue manifiesta al verlo.

La conversación siguió por los temas de rigor, preguntas por la salud de los padres, los chicos, por la del marido, los planes del muchacho, el trabajo de todos... Parecía sin embargo que en el ambiente revoloteaba la polilla de la desconfianza, un punto siniestro que los ponía en alerta. Él le daba vueltas a la oportunidad o inoportunidad de decirle lo que hasta aquí lo llevaba...

—¿Sabes algo de Juan de Dios? ¿Te ha dicho Jaime algo? —indagó él a duras penas con temblorosa voz, decidiéndose por fin.

—No —contestó ella tajantemente y con la voz apagada, sin mirarlo.

—¿No?

—¿Qué iba yo a saber, Juan? ¿Es que tengo algo que saber de él? —se alteraba.

—No, ya, ya... Bueno —tomaba empuje y soltaba—, es que..., es que lo vi hace unos días —ella lo miró vivamente—. Sí, que está casi fuera ya. A mí me saludó, no se si fue casualidad qué quieres que te diga, apenas me preguntó por ti...

—¿Qué quería saber de mí? —le temblaba la voz.

—Aparentemente nada y eso es lo que más me extraña. Rafaela, ten cuidado, vengo por eso, porque no me fío. Nena, tú no lo conoces bien, no como yo, no es buena persona, a mí me trató de convertir en un desgraciado, si no llega a pasar lo que pasó no se hasta donde me habría llevado, ahora lo veo muy claro. Y a ti, hermana, te hubiera convertido en una ruina, una desgraciada total...

—Eso lo dices ahora; antes no lo decías.

—Precisamente porque ahora, lejos de su influencia maligna, lo puedo ver con más claridad... Mira, hasta nuestra familia ha mejorado sin estar él presente.

—Vosotros hubieseis aceptado cualquier cosa que os beneficiase, viniese de donde viniese —su tono era de reproche.

—De él no nos podía venir nada bueno... ¿Es que ahora no estás mejor, es que la vida que llevas no la quisiera más de una?

—Sí, una vida cómoda... —había cierto hastío en esa frase.

—¿De qué te quejas? —se sorprendió Juan.

—No, de nada, de nada —cambió de tono—. Venga Juan, no te preocupes, ¿es que crees que me voy a tirar en sus brazos?

—Yo te aviso y punto, lo que tú quieras hacer verás si te conviene o no.

—Pues ya está dicho todo en este tema, ¿vale?

Y terminaron una conversación que se tornaba desagradable.

El muchacho se despidió no sin llevarse la impresión de que se había equivocado, que había cometido una torpeza. Por ello se planteó el hablar con Jaime, aunque pensaba, y acertaba, que él ya conocería del caso.

¿Y Jaime qué pensaba?

Estaba confuso. Casi por primera vez en su vida un hombre de su claridad de ideas, de su temple, se encontraba realmente confundido sin saber qué hacer al respecto. ¿Se lo comunicaba a ella o no? ¿Y si lo hacía, qué efecto tendría? ¿Estaba a pesar de todo seguro de su amor, de su fidelidad? ¿Ahora dudaba?... Lo disimulaba cuando se encontraban juntos pero poco a poco se le quemaban las entrañas y la desazón no lo dejaba vivir.

Sí, sabía que el otro andaba en las calles, sabía de su comportamiento en la cárcel y no podía oponerse a la concesión del tercer grado, además ¿no habría sido muy sospechoso que el abogado defensor se opusiese a esa calificación?...

Pensó hacerle seguir por algún detective, lo que desechó por absurdo. No tenía motivos para sospechar nada, no había bases para pedir un alejamiento, el otro ni se había acercado a la casa, ni tomado contacto con ella. Al menos así le constaba.

Cuando comían juntos o cenaban se mantenían en silencio. Un silencio pesado y doloroso que se hacía más notorio, que sonaba, que pregonaba en ambos su mismo secreto. Si hablaban eran naderías, traídas al pelo, forzadas... Mejor estar callados. Y las miradas, que no eran odiosas y sin embargo sí tristes y huidizas, de culpabilidad. Así que él ya daba por hecho, sospechándolo profundamente, que ella ya sabía lo que no se atrevía a declararle, y ella a su vez también sabía que él se callaba lo que sin duda debía conocer por su trabajo.

Las semanas y meses se fueron sucediendo en un ambiente malsano que se deterioraba segundo a segundo sin que ninguno de los dos hiciese nada por remediarlo. La cobardía total los arrastraba al desastre, que sabían estaba al final de todo aquello, pero que aparentaban no adivinar.

¿Hasta cuándo aguantarían la ficción?

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Copyright ©Mariano Valcárcel González, 2010
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Fecha de publicaciónFebrero 2013
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