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Monocerotis

Pablo Brito Altamira
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1.

El desperfecto era de los que aparecían en el manual bajo el título de «fallas constitutivas». Klexe no sabía qué era eso ni había leído jamás el capítulo. Tampoco pensaba hacerlo, no era un ingeniero de vuelo. Pero el ingeniero de vuelo había muerto en la maniobra, igual que el capitán y el resto de la tripulación: estaba solo.

En aquel planeta que se abría como una sábana verde frente a él, sentado en la sala de control sin saber qué hacer.

Conocía los protocolos de abandono de la nave. Los indicadores decían que la atmósfera era «respirable», eso le bastó.

Salió y comprobó que la gravedad era fácil de manejar, un poco leve tal vez. «Tenías que haber comprobado la gravedad antes de saltar», se dijo, «si hubiera sido diez veces mayor te habrías aplastado contra el piso.» Pero no había pasado nada; fin de la discusión.

Fue así como Klexe, el músico, comenzó a recorrer aquel mundo desconocido.

¿A quién se le había ocurrido la idea de incluir músicos en las misiones?

Sabía que Horlenz, guitarrista aficionado amigo suyo y también miembro del Comité Científico de Misiones Espaciales, había publicado un artículo en la más prestigiosa de las revistas de astrofísica en el que decía que la música era un lenguaje universal y que por lo tanto debía incluirse en el repertorio de instrumentos de comunicación con civilizaciones foráneas, pero ignoraba cómo, a partir de esa propuesta, habían llegado a la decisión de invitarlo a participar en aquel viaje.

Se había enterado cuando realizaba una gira como director invitado con la Filarmónica de Drusld y al principio creyó que se trataba de una broma.

2.

—Cuéntame cómo es eso de que eres marciano —preguntó la chica—. ¿Cuándo llegaste de Marte?

Se reía porque le parecía graciosa la idea y porque estaba algo borracha. No se lo había dicho él, sino su amiga Julia, que lo había presentado como un «músico de otro mundo», a lo que ella había preguntado por bromear de qué mundo se trataba y Julia, secreteándole al oído, le había contado que el hombre se lo creía de verdad.

—No soy marciano, vengo de un planeta de la estrella V838 Monocerotis; así la llaman aquí.

Klexe había detestado desde el primer día que llegó a la tierra el condicionamiento mental que le impedía mentir o esconder información.

—¿Tienes una foto de tu planeta?

La chica se servía más licor y Klexe pensó que ya había tomado demasiado. Pero no estaba odiosa ni desagradable como había visto que sucedía con muchos humanos que exageraban al beber. Cinthya era delicada y graciosa, le gustaba mucho.

Estaban en la habitación 23 del hotel El Dorado, en la calle 8.

Cinthya se recostó en la cama y lo miró con sus ojos grandes, del color de la lavanda.

—Pareces muy humano para ser de otro planeta.

—No me cuesta mucho hacer que me percibas así —respondió Klexe—. Sería largo de explicar.

—¿Aprendiste a tocar el piano allá o aquí?

—Allá.

—Dicen que eres muy bueno.

—Lo soy —dijo Klexe

Ella lo besó dulcemente y luego se incorporó y se dirigió al baño.

El televisor, que había encendido y mantenía sin audio para evitar sonidos desagradables, mostraba imágenes del noticiero en el que se hacía un reportaje sobre la nueva guerra en Oriente Próximo.

Llevaba ya seis meses en aquel planeta y no lograba todavía entender por qué sus habitantes ponían tanto entusiasmo y empeño en matarse unos a otros.

—Llévame a cenar.

El cuerpo desnudo de Cynthia se reproducía en el espejo y ambas imágenes competían en belleza y en gracia. «No puedes decir que te haya ido mal», pensó Klexe, «al menos para los parámetros humanos. Este ataque de nostalgia del planeta natal puede resolverse, en efecto, con un buen plato terrestre.»

Salieron a la atmósfera tibia y húmeda de una noche de agosto. Eran cerca de las once y Klexe comenzaría su set en el club a las doce y media. Recorrieron varias calles vacías hasta llegar a una avenida principal con letreros luminosos y las primeras manifestaciones de la fauna nocturna del West Side. No había nada de eso en Monocerotis: sólo en las transmisiones de las naves de reconocimiento que algunos tomaban por ficciones científicas escritas por guionistas que no encontraban trabajo en las producciones del espectáculo masivo.

Entraron en una callejuela para dirigirse al restaurante italiano y pasaron frente a la vitrina de un comercio de instrumentos musicales cerrado y oscuro. Cuando estaban ya a cincuenta metros de él comenzó la música. Cynthia se sobresaltó, pensando primero que era la alarma de una ambulancia o un carro de bomberos pero él la tomó de la muñeca y sonrió. Entonces ella recuperó su ánimo y clavó su mirada en la de Klexe.

—Ésos son los instrumentos de la tienda que están sonando solos, ¿verdad?

—Eres más sagaz de lo que tu belleza y tu cabello rubio harían imaginar —respondió él.

La chica corrió hacia la vitrina y se quedó allí contemplando el espectáculo.

Klexe no se movió, se puso a observarla y se preguntó por qué habría hecho aquella travesura con ella como testigo. ¿Sería vanidad? ¿O habría sido contagiado de esa enfermedad que los humanos llaman amor?

Pestañeó un par de veces y la música cesó. La mujer se acercó con recelo, como quien se aproxima a la jaula de una fiera salvaje. Había sin embargo una sonrisa inevitable en su rostro.

—... Dime que estoy soñando... ¡No puedo creerlo!

—Ni estás soñando ni tienes que creer nada. Es un truco aparentemente imposible pero sencillo, como los de David Copperfield. Trabajé una temporada con él en La Vegas.

La parte irreductible de rubia tonta que había en Cynthia se dio por satisfecha con la explicación y continuaron su camino hacia el restaurante.

En términos técnicos Klexe tenía que fingir que tocaba, porque el contacto físico con el instrumento era algo que en su planeta sólo hacían los aprendices de primer año para lograr lo que se denominaba «reconocimiento sensorial». «La música es un arte abstracto y como tal debe ejecutarse» rezaba uno de los principios básicos de la Escuela Primaria de Música: a los ocho años ya nadie tomaba un instrumento.

Pero estaba en la tierra y tenía que adaptarse a las costumbres terrestres, de modo que lo primero que hizo cuando llegó a la ciudad y alquiló un piso fue hacerse también con un piano de segunda mano y ponerse a practicar como un párvulo.

No le fue difícil encontrar trabajo. En realidad no necesitaba dinero, porque el rematerializador que venía con el equipo de excursiones básico de la nave podía reproducir los billetes sin problema: le bastó con vender un juguete electrónico de los que traían por montones para obtener diez dólares, que se convertían luego en la cantidad que necesitaba.

Pero era un músico y le gustaba hacer música, no había hecho casi otra cosa en su vida.

Pensaba, además, que estaba cumpliendo con el propósito para el que lo habían incluido en la tripulación: haría su reporte a pesar del accidente: si nunca encontraba la manera de volver quedaría como un documento curioso que alguien encontraría algún día en la Tierra y lo atribuiría a una inteligencia extraterrestre, como hacían con la mayor parte de las cosas a las que no encontraban explicación. De esa manera su conciencia quedaría tranquila: habría cumplido con su trabajo y no habría mentido a nadie.

Al adoptar un cuerpo humano que «duplicó» por resonancia molecular a partir del de un joven dormido en un parque, cometió su primer error, porque los músculos de las manos no estaban desarrollados de la manera adecuada para la rápida digitación de un pianista profesional.

Pensó en deshacerse de él y buscar otro pero imaginó que eso podría ser más peligroso aún: el de los músicos es en todas partes un ambiente reducido donde unos y otros se conocen y podía llegar el caso de que lo tomaran por el modelo que había escogido o, peor aún, que se encontrara con él.

De modo que se puso a practicar como en la escuela, para al menos simular que «tocaba», ya que las teclas se movían de acuerdo a las ondas emitidas desde su cerebro: los dedos sólo tenían que seguirlas.

Los otros músicos no lo notaron; había tomado las precauciones necesarias para evitar que pudieran verlo de muy cerca.

Pero su mala costumbre de decir la verdad le había traído un par de problemas y un encuentro grato: el de Cynthia.

Sentado frente a ella en la mesa de la pequeña trattoria donde ya lo conocían y lo saludaban por su nombre, la miró a los ojos y trató de saber algo de ella sin practicar la conexión neuronal, lo que los humanos llaman telepatía, que era en los de su especie la forma más habitual de diálogo.

Sabía que «enamorarse» era un espejismo psíquico; uno se sentía atraído por una imagen que sólo existía en la parte más profunda de la propia psique y que la imaginación reflejaba como las arenas calientes del desierto reflejan oasis lejanos. Hubiera querido no saberlo, hubiera querido vivir esa película como lo hacían las mujeres y los hombres, ajenos al proyector e ignorantes de que todo ocurría por efecto de la luz en una pantalla inerte.

Y para practicar el amor tal como se manifestaba en su tierra natal hubiera hecho falta una «marciana» como él. Lo mejor era seguir haciendo música, como siempre.

Componía mentalmente la pieza que iba a tocar esa noche en el club. Tendría media hora para él solo; el bajista y el baterista le habían anunciado que vendrían para el segundo set porque iban a una grabación.

—Tengo una canción para ti— le dijo a Cynthia.

—¿Me la tocarás esta noche?

—Sí, pero quisiera que alguien le pusiera letra para que la cantaras. He compuesto varias canciones y tú tienes una hermosa voz; podríamos grabar un disco tú y yo.

—Estoy cansada de ir a audiciones. Le miran a una más el trasero que la voz... Al final siempre te dicen: «Es una buena voz, pero no es lo que está de moda para solistas; podríamos buscarle trabajo como voz de coro...»

—Será distinto esta vez —dijo él—. Llevaremos una maqueta grabada con canciones originales.

—Eso cuesta mucho dinero.

3.

Klexe sintió esa noche una inspiración peculiar. Las notas fluían de manera desordenada y espontánea, de pronto se tropezaban unas con otras y producían rebotes como los de las bolas del billar, los choques entre ellas despertaban chispas de colores alegres. Cuando terminó la pieza todos aplaudieron, el entusiasmo era compartido por el público. Se levantó para tomar un vaso de agua y secarse un poco el sudor cuando un hombre alto se le acercó.

—Me gusta lo que hace —le dijo—. Soy representante de una disquera.

Mientras completaba la frase le entregó una tarjeta.

—Me llamo Mike Fraser, pero puedes llamarme Mike.

La mano grande y basta de Mike se extendía ante él invitándole a tomarla.

Se la estrechó y lo miró a los ojos. Tenía una configuración mental relativamente ordenada para un humano medio. No había grandes sectores de su memoria ocupados de cosas dolorosas o violentas, salvo quizás el asunto de... Se detuvo en la inspección y recordó que había decidido no hacer telepatía con los nativos. Era una regla de los «visitantes»; no entrar en lugares donde no eran invitados, sobre todo porque los nativos no tenían la posibilidad de hacer lo mismo con uno.

—Podríamos hacer una maqueta. Ese tema era tuyo, ¿no?

Klexe asintió con un gesto.

—¿Tienes más?

—Sí.

—Magnífico. ¿Podemos hacer una cita? ¿Te parece el lunes en el estudio?

Mike había sacado de su bolsillo una agenda electrónica y pulsaba botones en ella.

Miró a Klexe en espera de una respuesta.

—No parece entusiasmarte mucho... Hay quienes esperan un momento así toda su vida... —dijo.

—No quería parecer descortés —dijo Klexe agregando una sonrisa a sus palabras—. Tenía la mente en otra parte, estaba pensando en la cantante... He escrito algunos temas que quisiera que ella interpretara pero...

—¡Magnífico! Trae a la cantante también.

—Es que aún no tenemos las letras.

—No hay problema. Conozco una docena de escritores excelentes. Ven el lunes y hablamos. ¿Te parece a las diez?

Acordaron la cita y el agente concluyó:

—Ahora debo irme. Me espera otra reunión importante.

Se alejó y Klexe volvió al piano. Pensaba que a los humanos les cuesta mucho establecer un diálogo sosegado y placentero. Siempre tienen prisa y un futuro lleno de cosas importantes que les impiden dar importancia al presente. Imaginó que en su próxima cita Mike estaría pensando en la que vendría a continuación, y así sucesivamente. Puso las manos sobre el teclado y ejecutó un aire dulce y melancólico que poco a poco fue derivando hacia un tema que tenía ya un rato en su cabeza: era una balada terrestre que Cynthia había tarareado en el hotel.

Cuando la melodía se estabilizó estaba tan concentrado en lo que hacía que no se dio cuenta de que todos habían puesto su atención en el escenario. La voz de Cynthia, que comenzaba a cantar la canción, le produjo un sobresalto que poco después controló, cuando levantó la vista y la observó allí, bajo el seguidor, con ese vestido azul que tanto le gustaba. «No somos demasiado diferentes de los humanos», pensó.

4.

Cynthia trajo a casa de Klexe a un tipo despeinado, barbudo y de ojos grandes que dijo llamarse Jonathan.

—Es poeta —dijo Cynthia—. El único que queda.

A Klexe la aseveración le pareció divertida por lo enfática: él era también el único extraterrestre en ese planeta, o al menos eso creía.

Trabajaron juntos toda la mañana del sábado y quedaron encantados el uno con el otro. La forma en que Jonathan pensaba y escribía era de tipo musical, los contenidos y la forma se relacionaban con una lógica distinta a la del pensamiento práctico.

En un par de semanas tuvieron un número aceptable de canciones. Cynthia las ensayó y corría por el apartamento después de terminar cada una gritando que aquello era maravilloso. Y lo era, pero lo maravilloso tiene en la tierra un precio que Klexe no conocía.

Después de grabar la maqueta y dejar que Mike hiciera su trabajo hubo unos pocos días de tranquilidad, que para Cynthia y Jonathan fueron de angustia y expectativa.

—¿No ha llamado?— preguntaba ella cada vez que hablaban, a sabiendas de que si hubiera noticias él lo habría comunicado de inmediato.

—Pareciera que no te importa en absoluto —le dijo la tarde del jueves siguiente. Estaban en casa de Klexe. Él la observó y tuvo la tentación de hacer una visita a su cerebro para averiguar qué tipo de embotellamiento de información producía esas reacciones, pero se abstuvo. Iba a decir algo neutro y placentero, como si introdujera un tema secundario en la composición para desviar la atención del central, demasiado dramático y denso, cuando sonó el timbre de la puerta.

Era Mike. Estaba sudado y su boca se movía de manera nerviosa alternando palabras, sonrisas exageradas o traviesas y gestos intrigantes. Klexe sintió la vibración —ya la conocía bien— que produce en los humanos el exceso de adrenalina en la sangre. «Está contento», se dijo, «muy contento».

La alegría de Mike se contagió a Cynthia, quien tomó de inmediato el teléfono —después de sentar a Mike en un sillón y colocarle un vaso con whisky en la mano— y llamó a Jonathan, para propagar la epidemia.

Cuando se hubieron transmitido toda la información disponible a fuerza de preguntas y respuestas, Mike abrió su maletín a punto de reventar por la cantidad de papeles, discos, y toda clase de acumuladores de imagen, sonido y palabras y colocó sobre la mesa una enorme hoja de papel que era lo que llamó el «borrador de agenda». En él estaban consignadas una enorme cantidad de actividades como ensayos, grabaciones, sesiones fotográficas, presentaciones, entrevistas y otras similares que parecían llenar a más no poder los minutos y las horas de la vida del músico, la cantante, el escritor y él mismo en los próximos seis meses.

—¿Qué les parece? —preguntó con una gran sonrisa llena de orgullo y olorosa a licor.

La imagen que vino a la mente de Klexe de inmediato fue la de su maltrecha nave espacial varada en un oculto rincón del bosque aledaño a la ciudad. Nadie la vería, porque el sistema de transposición temporal, que la colocaba a una millonésima de segundo en el futuro del tiempo «perceptible», hacía que todavía no hubiera caído para quien pasara por allí, pero no era eso lo que le preocupaba. Lo que sonaba en su cerebro, como un la que se repite para que los demás instrumentos se afinen de acuerdo a él, era la idea de encontrar la manera de escapar para volver a su planeta.

5.

Aprendió lo que significaba para los humanos la frase «soportar estoicamente» porque fue eso lo que hizo durante los meses siguientes en toda clase de actividades que eran llamadas musicales y que para él nada tenían que ver con la música. ¿Por qué lo hacía? La pregunta estaba allí siempre lista a presentarse cuando la presión llegaba a límites intolerables. En algunos casos respondía que era parte de su trabajo de explorador y en otros que se trataba de seguir hasta el final para ver en qué desembocaba aquella montaña rusa. Pero su programación genética le impedía mentirse de igual manera que le impedía hacerlo con los demás, por lo que esas excusas no eran sino breves alivios artificiales a la fiebre que se iba haciendo cada vez más intensa, hasta que un día llegó a una temperatura realmente alarmante.

Dijo que necesitaba estar solo durante algún tiempo porque no se sentía bien y tomó un avión al lugar menos frecuentado por turistas que encontró en la temporada, un pueblo de pescadores de la costa de R.

Solo frente al mar, en una cabaña de madera sin ningún lujo, y sin otra música que la de las infinitas armonías de la nota única que el mar produce, sólo comprensible para escuchas con oídos limpios y mente clara, practicó un ejercicio que había aprendido cuando era pequeño.

Recordó que lo jugaba con una amiguita, Erldt, lo que los humanos habrían llamado su «primera novia».

También hay mares en Monocerotis; Erldt y Klexe paseaban por una playa no muy diferente de aquella una mañana cuando Erldt le dijo:

—Los tiempos por los que pasamos son como lugares, ¿verdad?

—Supongo que sí...

—Entonces podemos volver a ellos. Este momento es un lugar al que los dos podremos volver cuando queramos, por muy lejos que estemos de aquí y por mucho que el tiempo haya pasado. No se borra, basta que lo guardes en un archivo dentro de tu mente para que esté allí disponible para cuando lo necesites. ¿Quieres guardar este momento conmigo?

Lo guardaron y le pusieron un nombre compuesto por el de ellos dos y el lugar.

Klexe buscó en el laberinto de sus más antiguos archivos y encontró aquel lugar del tiempo, y lo abrió.

—Te lo había dicho —comentó Erldt, sentada a su lado.

Era ahora una mujer adulta y hermosa.

—¿Por qué me has llamado? ¿Dónde estamos?

Klexe contó sus vicisitudes. Ella lo escuchó con atención y luego dijo:

—Yo también estoy lejos de casa y del lugar donde creamos este archivo. Cuando lo abriste apareció una idea en mi mente... Lo había olvidado del todo, pero está visto que ha funcionado.

—Si quisiéramos podríamos volver a la playa donde lo fabricamos, ¿no crees?

—No sabemos que las cosas se pueden hacer hasta que las hacemos —respondió Erldt.

6.

Al regresar compuso una balada muy sencilla. Él mismo le puso letra. La tituló «Soy un marciano». Contaba en unas pocas estrofas y en palabras humanas la historia de alguien que vaga en busca de su identidad en un mundo que no le pertenece ni entiende. La canción, cantada como siempre por Cynthia, llegó al primer lugar de las favoritas en menos de una semana: era el éxito definitivo.

Cynthia y él seguían encontrándose. Siempre en hoteles, porque a él le había parecido desde el principio que era la única manera de evitar que la relación se convirtiera en lo que los humanos llaman «pareja»; estaba clasificado como «altamente peligroso» para viajeros como él, era algo que se le había quedado grabado del curso al que asistió antes de embarcarse en la expedición.

Ella había adelgazado y ya no bebía, el desarrollo profesional la había rejuvenecido y estaba más bella que nunca. Un día desayunaban cuando él dijo:

—¿Qué te parece si compramos una casa y vivimos juntos en ella?

La chica lo miró fijamente. Se había quedado paralizada y la sonrisa que mostraba no sabía si era de alegría o de terror.

Respiró hondo y respondió:

—Viniendo de ti eso es una propuesta de matrimonio. ¿Estás hablando en serio, marciano?

—¿Te he mentido alguna vez?

—Sí.

—¿Cuándo?

—Cuando me dijiste aquella patraña sobre David Copperfield y sus trucos de Las Vegas.

Lo había sabido desde el primer momento en que lo vio y lo había confirmado cientos de veces, sobre todo en momentos de intimidad, porque él se relacionaba con su propio cuerpo como si no le perteneciera; era parte de su encanto. De alguna manera estaba siempre ausente, o presente a medias; una parte de él se mantenía al margen de lo que ocurría. Por eso, cuando comenzaron a amueblar la casa que compraron frente al mar, un hermoso chalet con una gran terraza en la que colocaron un telescopio y un piano, Cynthia comprendió que algo estaba cambiando de manera definitiva.

Klexe adoptó un perro y se dedicó a entrenarlo. Salía a caminar todas las mañanas con él por la playa.

—Te vas a convertir en un humano predecible y aburrido —le decía ella al regreso, cuando lo esperaba con el desayuno.

—Siempre que no te conviertas tú en una esposa mandona y celosa...

Pero eso no sucedió. Ella tampoco era terrestre.

Pero él no se enteró hasta mucho después. En el planeta de donde ella venía no tenían códigos mentales sobre mentira y verdad.

7.

Aquello no podía durar, y no duró. Como una avalancha pasaron todas las cosas que después de aquel pequeño y corto idilio del marciano con la Tierra podían pasar. Primero, lo de Jim, el verdadero dueño del cuerpo de Klexe, que había visto las fotos de éste en los periódicos y en los discos y decidió sacarle provecho a lo que para él era una afortunada e incomprensible coincidencia. No quiso creer la verdadera historia porque no le convenía, si la contaba a la prensa para obtener beneficios de ella no lograría otra cosa que hacer que lo tomaran por un psicótico. El asunto se hizo público de todas maneras porque no era posible ocultarlo y comenzaron a tejerse un sinnúmero de hipótesis que alimentaban la curiosidad de los ociosos. Algunos pensaron que era un gemelo con quien Klexe quería negar su parentesco para esconder episodios oscuros de su pasado. Otros tomaban las declaraciones del marciano como maneras de sacar partido de un chiste que a nadie hacía reír, y las ventas de los discos bajaron. Decían que al músico se le había subido el éxito a la cabeza y creía que los espectadores eran unos idiotas. Otros pensaron que estaba demente o que consumía drogas. El escándalo era imposible de detener o de aminorar y no beneficiaba a nadie, porque Jim no obtuvo más que una notoriedad ambigua: nunca fue el protagonista y no consiguió dinero con su guerra. Esto lo enardeció más y una noche, impulsado por una intoxicación, atentó contra la vida de su supuesto hermano en pleno concierto.

La escena fue extraña y mucha gente ha repasado la grabación en cámara lenta tratando de explicar lo inexplicable.

De una de las primeras filas se levanta un hombre que se acerca al escenario vociferando y blandiendo una pistola. Los músicos y los cantantes, a excepción de Klexe y de Cynthia, sueltan sus instrumentos y comienzan a alejarse. Los espectadores reaccionan de modos diversos: unos se tiran al piso, otros corren despavoridos y unos pocos se quedan paralizados viendo lo que ocurre o con las manos tapándoles las caras. Una mujer llora, en un ataque de histeria y un jovencito ríe a carcajadas, como si asistiera a una función de circo.

El hombre con la pistola avanza y dos guardias de seguridad se aproximan a él, apuntándole con sus armas.

En un momento dado, el pianista se percata de la situación y se levanta de su asiento, pero las teclas siguen moviéndose y la música continúa, al igual que la cantante, que no abandona su ejecución pero desvía la vista hacia el agresor, quien es sometido por los guardias. El pianista vuelve a su puesto y la canción concluye. La gente se dispersa, movida por un buen número de agentes de seguridad que desalojan la sala, la cual va vaciándose lentamente. La cantante y el pianista se abrazan en escena.

8.

Nunca más volvieron a verlos. A partir del momento de la desaparición, surgieron cientos de testimonios de personas cercanas a la pareja, incluyendo a los músicos y al agente, que aseguraban haber sospechado siempre que Cynthia y Klexe tenían algo especial difícil de definir. De todas las hipótesis, la de que fueran extraterrestres no es la más frecuente, porque la mayor parte de los que declaran la encuentran ridícula o infantil. El único que se ha atrevido a mantenerla es Jonathan, el poeta, quien fue entrevistado recientemente en un programa de TV en horario estelar a raíz de la aparición de su exitoso libro Planeta de dementes. Jonathan Dehrr es doctor en psiquiatría. Sólo en sus ratos libres se dedica a escribir canciones.

Transcribimos parte de la entrevista.

ENTREVISTADOR. Dicen que buena parte de su libro fue redactada mientras escribía usted canciones para Cynthia & Klexe.

JONATHAN. Es cierto.

ENTREVISTADOR. ¿Los conoció bien?

JONATHAN. Muy bien, nos veíamos a diario.

ENTREVISTADOR. Y sostiene que eran de otro planeta... o al menos que no formaban parte de este mundo de locos que usted describe en su obra. ¿Qué le hace pensar eso?

JONATHAN. Pienso que en presencia de seres extraordinarios, los dementes, es decir, los terráqueos... (risas) asumen por lo general una de dos posiciones: o los consideran locos o provenientes de otro planeta. Y sé que Cynthia y Klexe no eran locos.

ENTREVISTADOR. Está usted adoptando entonces la fórmula de los dementes...

JONATHAN. No me queda más remedio. Si dijera otra cosa sería a mí a quien me considerarían extraterrestre. Prefiero que me consideren loco.

ENTREVISTADOR. ¿Y qué cree usted que sucedió con ellos?

JONATHAN. Se cansaron de vivir aquí... volvieron a casa. Creo que hicieron bien, si se hubieran quedado se habrían vuelto locos o se habrían suicidado, como ocurre con la mayoría de los artistas geniales.

ENTREVISTADOR. ¿Y usted? ¿Cómo ha hecho para mantenerse cuerdo en lo que llama un «planeta de dementes»? ¿Será que usted no es suficientemente genial para llegar a eso?

JONATHAN. Sí lo soy. Me ha salvado hasta ahora la dedicación que he puesto en mi tarea de demostrar que los que están locos son los otros. Lo mismo ocurrió con Cynthia y Klexe; mientras los dejaron hacer música pudieron permanecer sanos. Creo que se fueron a tiempo, porque lo que yo escuché como parte de lo que iba a ser el próximo disco no habría sido tolerable para la mayoría. Los habrían asesinado. Como a Lennon y a muchos otros.

ENTREVISTADOR. ¿Y qué planes tiene ahora? ¿Prepara un nuevo libro?

JONATHAN. Tardarán mucho en digerir éste. Pienso viajar.

En el prólogo del libro puede leerse lo siguiente:

En su estado actual de evolución, la memoria que el cerebro humano proporciona a la conciencia es muy reducida, si la comparamos con la de otros seres inteligentes en el cosmos. Esto explica, entre otras cosas, que los humanos olviden situaciones del pasado parecidas a las que viven en el presente y desesperen, se ofusquen o se angustien frente a problemas que han resuelto ya cien veces. Otra manifestación de esta característica es la que ocurre en casos en que la conciencia de un individuo más evolucionado se inserta artificialmente, o a raíz de un proceso de mutación, en un cerebro humano. Pasado cierto tiempo se produce en el individuo una amnesia selectiva con la que olvida su condición original y comienza a comportarse como un humano medio. En muchos casos la tensión entre la energía conciente y la del «procesador» neurológico disponible se hace tan fuerte que se producen colapsos como los que son conocidos con toda clase de nombres técnicos inventados por psiquiatras con tan poca memoria como el resto. Se dan algunos en los que la conciencia crea una imagen de identidad paralela para no «diluirse» en la memoria y se imagina de otro tiempo o de otro planeta.

Éste es el caso de la mayor parte de los individuos excepcionales de la historia del hombre. Sobre la conjetura de que algunos de ellos hayan sido realmente extraterrestres, considero que hay casos en que ésta es una explicación posible. A menos que dichos individuos (algunos recuerdan perfectamente los detalles de su mundo original y del viaje que los trajo a éste) sufran de una demencia compensatoria de los síntomas que antes he expuesto que crea una memoria personal sustitutiva de sus verdaderos recuerdos. O alucinaciones que se toman por realidades (¿Y si fuera al revés?) como en Juana de Arco. Estos individuos nutren sus experiencias con el lenguaje de su época y circunstancias. Los que hoy se creen «marcianos» puede que en otros tiempos se creyeran «santos» o «enviados» del «cielo»; viene a ser lo mismo. Aunque esto no explicaría los sucesos incomprensibles, que en otra época se hubieran llamado milagros.

Es preciso hacer una importante distinción para entender mejor el asunto. Una cosa es el cerebro y otra lo que llamamos mente. En el caso de los supuestos extraterrestres, su mente sería algo autónomo, independiente del sistema nervioso del «huésped» y lo que se produciría sería similar a lo que ocurre con un software que puede insertarse en un hardware «compatible». Es probable también que dicho software o mente, o identidad del sujeto, sea algo como lo que en los ordenadores se llama «acceso directo», una réplica del «programa» original que se mantendría en el lugar de origen, en este caso el planeta del visitante. La conexión se establecería de maneras que no sabría explicar pero que son similares a las que se producen por Internet en la tierra.

No se supo más de él después de la entrevista a que hemos hecho referencia. Su agente y sus editores lo han buscado en vano. Aparentemente no tenía familia. No ha dejado ningún rastro.

En la habitación que ocupaba en el hotel El Dorado, se encontró un recorte de prensa que reproducimos a continuación.

[Fotografía tomada desde el Hubble]

WASHINGTON, marzo 8 (UPI) — Una nueva fotografía desde el Telescopio Espacial Hubble de la NASA muestra un notable parecido con la obra de Vincent van Gogh llamada «Noche estrellada»... espirales de polvo nunca antes vistas girando a través de trillones de millas de espacio interestelar. Esta imagen con la Cámara avanzada de investigaciones en febrero 8 de 2004 es la más reciente vista desde el Hubble de un halo en expansión alrededor de una estrella distante llamada V838 Monocerotis (V838MON).

Vincent van Gogh es uno de los casos más citados en el libro de Dherr.

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Copyright ©Pablo Brito Altamira, 2006
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Fecha de publicaciónOctubre 2006
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