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Aroma de neroli

Nora Bouhorma
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaTetuán

El niño come la naranja, traga los gajos enteros, mastica con premura, con una ansiedad que no le permite saborearla. El zumo le baña la barbilla, con el dorso de la mano lo recoge, lame el líquido y se mete el último gajo en la boca abierta. Frota sus pegajosas manos sobre el corto pantalón de tergal azul, escupe las semillas despidiéndolas a favor del viento que le alborota los oscuros rizos. Sentado, sobre un bajo muro, a espaldas del cementerio, oye sin atención el zumbido continuo de los rezos. Es jueves y los mendigos consiguen algunas monedas a cambio de recitar en voz alta versos y plegarias a petición de los familiares del difunto.

El niño salta del muro, cae de cuclillas y al intentar incorporarse resbala con la corteza rugosa de la naranja, arrancada en tres desgarros. Su rodilla se clava en el suelo de arena y tierra, aspira un grito de dolor, se levanta de un brinco y empieza a correr, golpeando el aire con su cuerpo, exhalando aroma de neroli. De los arañazos de las manos y la rodilla le brotan hilillos de sangre. Aminora la velocidad cuando se acerca al arco que da entrada al cementerio. Mujeres y niños portando cántaros y cubos de goma dura, se amontonan frente al caño de agua que mana de un oxidado grifo encajado en la pared. Parloteos, risas y gritos se confunden en una mezcla desordenada. A empujones, ignorando las protestas, el niño, se adentra en el gentío, hasta el pilón rebosante de agua fresca. Entre empellones consigue lavarse la cara y las heridas frescas. De repente una mano le agarra, tenaz, de la oreja y tira de él obligándolo a salir por el túnel de cuerpos. Consigue desprenderse. Mientras se aleja dando saltos y giros victoriosos, una anciana malhumorada le grita blandiendo una mano:

—¡Sé quién eres! ¡Ya verás cuando le cuente a tu madre!

El niño le da la espalda y vuelve a correr esquivando a los demás transeúntes. Tuerce a la derecha y sube andando la empinada cuesta hacia el colegio. Hace una semana que no asiste a las clases, la madre había pedido al maestro que le dispensara: el padre estaba enfermo en cama y, sintiendo la proximidad de la muerte, deseaba tener cerca a su primogénito en el último día. El maestro comprendió y aceptó. Hacía poco que el niño había tenido que sufrir la pérdida mortal de su hermano mayor, fruto del primer matrimonio del padre. Una unión que fue deshecha a los pocos meses de la boda, cuando tras una discusión, por el exceso de sal en la comida, ella se refugió ofendida en casa de sus padres y no volvió. Él no formalizó la separación hasta que nació el hijo y encontró una nueva esposa.

El hermano vivía con la madre en el arrabal, a escasos límites de la medina y trabajaba con el padre en la obra, reformando, construyendo casas. Por las tardes recibía clases de pintura de un maestro francés en un pequeño estudio del boulevard. El hermano mayor siempre tenía algún recado que encargarle al niño y éste se apresuraba a complacerle: un paquete de tabaco, una nota que dejar en casa de alguna muchacha, carboncillo, acuarelas o lienzos (una vez el hermano viendo su incondicional predisposición, le tomo con ambas manos de las axilas y levantándolo del suelo le dijo con tono decidido:

«Tendrás que aprender a diferenciar el miedo del respeto, la obediencia de la sumisión»; el niño no entendió el motivo de aquellas palabras pero movió la cabeza asintiendo). Un domingo de principios de primavera el hermano tomó su bicicleta y recorrió con ella varios kilómetros hasta una playa. Allí le esperaban sus amigos que al verlo llegar sudoroso lo lanzaron, entre juegos, al mar, tibio para esa tarde: Cinco días después moría víctima de una fuerte pulmonía. La madre quemó los cuadros, las ropas y todo aquello que le recordara al hijo. Ocho días después la ingresaron en el marstan: «un hospital para el dolor del corazón», repetía el niño, en silencio, sin comprender, con la boca cerrada, deteniéndose ante la puerta, barnizada de azul, del colegio.

En un lateral, como siempre, un niño (otro niño), está sentado sobre un bajo taburete de madera, vende calientito (pastel de garbanzos). El niño se acerca a la bandeja que exhibe la dorada masa, reluciente y horneada con huevo batido; busca en el bolsillo, saca cinco francos y los tiende al otro niño:

—Hoy aún te queda mucho calientito. ¿Quién lo preparó esta vez, tu madre o tu hermana?

El otro niño toma la moneda dejándola en un tazón de barro mientras responde:

—Mi hermana. Mi madre ha ido esta mañana a la curandera: dice que le han echado un mal de ojo a mi hermana y por eso no encuentra marido. Yo le digo que es porque es tuerta y jorobada, y ni el velo ni la yelaba son capaces de disfrazarla.

Los dos ríen. El niño se sienta a su lado en el suelo, devorando el pedazo de pastel. El otro niño pregunta:

—¿Cómo está tu padre? ¿Ha encontrado alguna mejoría con las pastillas que le mandó el médico?

El niño encogiendo los hombros responde:

—No sé. Hoy despertó con ganas de hablar y al rato se quedó dormido. Pero no dejó de hablar: en sueños murmuraba y protestaba.

El otro niño calla, esperando que continúe:

—Hace más de dos meses que no se levanta de la cama. La obra de la casa donde trabajaba terminó y sus empleados ya han empezado otra. Han encontrado un nuevo capataz.

El otro niño sin mirarle con tono de voz bajo dice:

—Nunca has dicho cómo enfermó.

El niño cruza las piernas, inclina a un lado el cuerpo y con gesto resignado relata:

—Fue a preparar argamasa y encontró el material en el sótano de la casa que estaban reformando. Allí mismo hizo la mezcla. Cuando echó el agua sobre la cal los vapores le envenenaron el pecho. Se le pegaron a las paredes de dentro y aún no han salido.

El otro niño mira la punta de sus pies descalzos y asiente con la cabeza:

—Sí. Los vapores de la cal son veneno.

El niño con un parpadeo nervioso dice:

—Si estás en un lugar abierto no hay problema, pero el sótano no tenía ni una sola ventana.

Les interrumpe la avalancha de niños que salen del colegio en tropel, tropezando unos con otros. La bandeja se ve rodeada de gritos ansiosos. Desde el minarete de la mezquita resuena la voz penetrante del almuédano llamando a los fieles a la oración del mediodía: la ilâha illa Allâh, Muhammad rasûl Allâh. El niño se despide y marcha hacia su amigo:

—¡Eh! ¡Qué! ¿Eres más listo que ayer? —le dice con brillo irónico en los ojos.

El amigo muestra una sonrisa mellada:

—¡El diablo te ha librado!

El niño se acerca con pasos danzarines:

—¡No insultes a mi madre o te mandará al infierno!

El amigo suelta una risa franca, sencilla mientras echa hacia atrás el cráneo calvo (el lunes el maestro trajo un barbero y les rapó a todos como castigo por manchar el suelo del aula con el lodo que dejaron de limpiar de sus zapatos manchados por la lluvia de la mañana).

—¿A cuál de vuestros infiernos? ¿Al de fuego o al de hielo seco?

—Puedes elegir, los dos queman.

Los dos amigos bromean gesticulando, hablan al mismo tiempo, mientras se alejan. Pasan junto a un niño enorme, de maciza espalda (el gigante). Le dirigen una mirada desafiante y sin apartar los ojos prosiguen su camino. El amigo habla sin una sonrisa:

—Hoy el maestro tuvo que salir porque le llamó el director. Nos dijo que siguiéramos con la lección y que el gigante se ocuparía de nosotros si levantábamos la vista del libro...

El niño piensa en voz alta:

—Se lo encarga porque le teme.

El amigo no le oye y sigue hablando inquieto:

—... Cuando nos dejó solos en el aula, el gigante se paseó por nuestras espaldas y ¡nos escupió en la calva a cada uno!

El niño exclamó airado:

—¡Es un canalla!

El amigo recoge una colilla del suelo y la guarda en el bolsillo de la camisa:

—Pero ya no nos va a molestar más. El maestro volvió diciendo que el director había recibido la visita del padre del gigante para avisarle que dejaba la escuela.

El niño:

—¿Qué ha pasado?

El amigo:

—Dicen que ha dejado preñada a una chica y ahora tendrá que ocuparse de ella. Ya le han buscado un trabajo: cargador en el puerto.

El niño lanza una risotada:

—¡Se lo merece por grandullón!

Aceleran el paso y entran en el callejón angosto de los vendedores de legumbres secas: alubias, garbanzos, lentejas, guisantes en grandes sacos abiertos, apuñalados por pequeñas palas. Los comerciantes atienden con grandes voces, tras un pequeño mostrador. Recorren los barrios artesanales del cuero y de la plata, hasta llegar a unas escaleras de piedra que los amigos descienden sin paciencia. Se dirigen a la casa del amigo, en la judería. El amigo se adelanta, golpea con el aldabón de hierro en la madera. Gira la cabeza y dice con agitación:

—Suelto los cuadernos y bajo.

El niño hace un gesto de resignada aprobación.

Son amigos desde el pasado otoño. Un día el amigo apareció en el colegio con un conejo de granja que le habían regalado sus abuelos en su última visita a la aldea, lo cuidaba como si fuera una mascota y lo enseñaba a los compañeros lleno de satisfacción y orgullo. Esa tarde el niño fue a la casa del amigo con un gato que había cazado en el mercado de pescado. Lo convenció de que era el mejor de los animales y que su raza era tan peculiar que en el mundo sólo existían dos iguales y que a él se lo regaló un viejo marinero de piel blanca y ojos claros. Le contó que no quería desprenderse del gato pero que su madre no soportaba su presencia persiguiéndola por toda la casa. Con todo esto consiguió persuadirlo para que se lo cambiara por el conejo. Para el amigo no le sería difícil tener otro conejo, bastaría con que fuera de nuevo a la aldea, pero un gato como ese no tendría oportunidad de encontrarlo «... nunca más en la vida», le decía. Esa noche el conejo acabó en el estomago del niño. A su madre la engañó asegurándole que lo había encontrado abandonado y preso en una acequia. Llamaron al niño al despacho del director, a la mañana siguiente, allí estaba el padre del amigo. Lo reconoció porque una vez los vio juntos en la entrada de la sinagoga. El director con voz rotunda le ordenó que se sentara. El padre del amigo se puso de pie delante del niño, interponiendo su figura entre el director sentado tras la mesa y el niño. Con una mirada directa le dijo: «Sharif, ha embaucado a mi hijo. Esto parece una historia de la picaresca de las mil y una noches...» Hace una pausa y de su blanco rostro asoma una media sonrisa: «He de reconocer que en un principio pensé en sugerir al maestro un castigo más que una reprimenda. Pero la falta ha sido de mi hijo por su ingenuidad. Y dado que mi labor como padre es prepararle para una sociedad en la que la astucia y el engaño son lo habitual y que para esto no le será suficiente con mis enseñanzas...» El niño escuchaba silencioso y serio. El hombre se inclinó hacía delante, con las manos en los bolsillos y continuó: «... He decidido que a partir de ahora se convierta en su amigo y en esa penitencia tendréis ambos vuestro castigo. Sé que no puedo obligarle, Sharif, a que frecuente una compañía u otra, pero le recuerdo que la condena sigue pendiente —el director tosió para hacer evidente su presencia y ratificar lo dicho— y que nada pierde en este acuerdo.» El niño estaba acostumbrado a ser llamado Sharif: noble, descendiente del profeta; pero era la primera vez que le trataban de usted y eso le impresionó. Aceptó el acuerdo y a partir de entonces él y el amigo se hicieron inseparables. Aunque no pudo librarse de una buena azotaina del director y de su madre cuando se enteró. En el fondo casi no comprendió el discurso pero creyó haber oído que nadie le castigaría.

La pequeña puerta con gruesos clavos plateados en relieve, se abre y el amigo le encuentra apoyado con el hombro contra la pared. Desde el umbral, con decepción en la voz, y el kipá sobre la coronilla, el amigo dice:

—Tengo que quedarme. Mi madre me necesita.

El niño protesta sin entusiasmo y el amigo cierra para volver a entreabrir llamándole:

—Espera, llévate esto. Yo no podré fumármelo —le tiende la colilla y una caja con dos cerillas que el niño guarda.

—¡A tu salud! —le grita y se despide con un ademán cordial de la mano.

Deshace el recorrido. Desemboca en la explanada donde concurren en medio del polvo y el sol: vendedores ambulantes, charlatanes, arrancamuelas, poetas, cuentacuentos y hechiceras. Entre ellos, el aguador con su bota de piel al hombro. El tintineo de los cascabeles dorados que le adornan la túnica roja, se confunden con el alboroto (algarabía) de la muchedumbre riendo, cantando, haciendo palmas, comprando en los puestos y dejándose llevar por la fantasía. El niño se detiene ante un negro de turbante verde, sandalias de cuero con tiras enrolladas hasta las rodillas, que relata una historia que afirma cierta:

—... del mismo vientre nacieron, de la misma semilla. Cuando se hicieron mujeres casaron, una con un joyero y la otra con un tejedor de alfombras. La del tejedor lloraba su pobreza, presionaba al marido para que la colmara de lujos que él no podía permitirse y que sin embargo se esforzaba en satisfacer. La del joyero anunció los esponsales de la mayor de sus hijas con el gobernador y la hermana le pidió prestada una diadema para lucirla en la celebración. Con gusto se la ofreció y todos disfrutaron de las fiestas. Al regresar al hogar, la tejedora comprueba con alarma que ha perdido la joya y al día siguiente encarga a un artesano que le haga una igual para reponerla sin que la joyera lo note. Fue tan alta la factura del artesano que la mujer tuvo que pagarle a plazos durante diez años. En esos años no le quedó tiempo para afligirse por su suerte, sino que ocupaba sus tardes bordando sabanas y manteles que le encargaban las mujeres para el ajuar de las hijas. Con esto y lo que el marido aportaba pudo al cabo de muchos sacrificios, que no veía como tales, saldar su deuda. Una tarde, cuando las mujeres ya habían madurado, reposado de la juventud, la tejedora le confesó todo a la joyera y ésta se levantó sin decir palabra, fue al dormitorio y le trajo la diadema diciéndole: «Es tuya, la que yo te dejé era falsa, una copia de las muchas que mi esposo encarga. Él las vende, es su trabajo y no se le hace soportable lucirlas sin que le reporten beneficio...»

El niño abandona el grupo que en poco tiempo se había congregado alrededor del fabulador. En el seno de uno de los extremos del terreno un charlatán pregona las propiedades curativas, casi mágicas de un brebaje que cura todos los males, el niño lo divisa a lo lejos, reconoce en él al sarraceno que les vendió unas hierbas que inhaladas bajo el rayo de la luna calmarían las toses ásperas del padre y aliviarían sus dolencias, tanto que en unos días estaría trabajando como el más joven de sus empleados. Evitó encontrarse con él y cruzar sus miradas pues, aunque había comprobado el fraude de sus palabras, temía el poder de sus brujerías. Aun así, miró de reojo cómo un encorvado anciano se aproximaba a comprar uno de sus frascos, el niño movió los labios en un susurro:

—La vejez no se cura.

Camina hasta la plazoleta ajardinada, con bancos de madera, donde hombres adormecidos de toda realidad fuman (aspiran) canutos de hachís. Otros, meditativos, en la cafetería lindante, beben (aspirando) vasos de té cargados de hierbabuena. El limpiabotas le hace una seña para que se acerque. Es un joven de tez morena y ojos negros, está arrodillado a los zapatos de un hombre de gruesos labios, aspecto abatido y cara redonda bajo unas gafas de pasta. El niño se aproxima, guarda unos cautelosos pasos que los distancie: sabía de sus aficiones sodomitas.

—¡Buenas tardes, Sharif! —dijo el limpiabotas sin desviarse de su tarea—. Me preguntaba si me harías el favor de cuidar mis herramientas y de que nadie se cuele en mi zona mientras yo me acerco un momento a resolver unos asuntos.

El niño lo mira con el ceño escéptico y replica:

—¿Y por qué habría de hacerlo? Acaso te he dado alguna vez motivo para pensar que pueda hacerte un favor.

El joven arrastra los labios en un gesto que le marca los pómulos hundiéndole las mejillas.

—Te daré diez francos.

—No —responde el niño sin vacilar.

—Está bien, haremos una cosa: yo me iré y si al volver encuentro que todo sigue en su sitio te pagaré, si no, entonces tú y yo nos evitaremos hasta que se me olvide —propuso el joven.

—¡Como quieras!

El joven sonríe rasgando la mirada y desaparece entre la gente. El niño se sienta en el cordón de la acera del café, con los codos apoyados sobre las rodillas, la barbilla en la palma de la mano y el rostro mudo. Por el rabillo del ojo distingue los zapatos del hombre de cara redonda, alejándose en serena persecución del joven. El niño entorna los párpados para vencer el resplandor del sol que se inyecta en sus ojos dejándolo ciego. Parece reflexionar o dormir despierto. Recuerda al hermano en la cafetería, imagina verlo reír hasta perder el aliento, con una risa libre. Suenan campanadas desde la pequeña iglesia que preside el flanco sur de la amplia plaza y el niño mira hacia el reloj que marca las dos de la tarde. Se levanta con decisión, sin mirar atrás. En su casa lo estarán esperando su madre y hermanas, para reunirse todos alrededor de la mesa y almorzar, salvo el padre, él ya no se reúne con ellos, come en su cuarto, postrado en su cama y a veces precisa la ayuda de su mujer para ser alimentado.

Recorre la fortaleza amurallada de la vieja ciudad, por paseos sinuosos y estrechos laberintos. Al adentrarse en su calle, con la cueva del horno en la esquina, le recibe una multitud de miradas que lo siguen aguijoneándole la nuca, la frente. Agacha la cabeza y en un intuitivo impulso corre hacia la fachada del fondo y empuja la puerta entreabierta. Oye lamentos, quejidos, letanías y llantos secos. Se le acelera el corazón violentamente pero sus piernas están paralizadas. Su tío, el más joven hermano de su padre sale a recibirlo.

—Tu padre falleció esta mañana, poco después de irte. Te hemos estado buscando por todas partes.

Su tono de voz conciliador trasparenta un autoritarismo que irrita al muchacho quemándole las mejillas, pero guarda silencio clavando los ojos en el suelo. Su tío toma su cara entre las manos y lo besa en la frente, hundiéndole en un abrazo:

—Hemos esperado a que llegaras antes de proceder. Ve, sube a verle.

Ambos se desprenden lentamente y el muchacho atraviesa el patio interior, dirigiéndose a la escalera. ¡Cuántas veces habrá rodado por esa misma escalera! Le tiemblan las piernas, no le responden las rodillas, en el rellano se detiene un momento y tuerce los labios en una mueca. Llega al primer piso: un pasillo de baldosas de colores, abierto por una barandilla balaustrada desde la que puede ver la parte baja y el cielo cercado en el amplio tragaluz rectangular. Frente a él, una sala en penumbras donde distingue a sus tías y hermanas, con las cabezas cubiertas, balanceando el cuerpo acompañado de sordos sollozos. En un recodo del pasillo un ciego recita versículos del Corán, pegado a la madera de una alacena. El muchacho pasa delante de él y entra en el dormitorio de los padres. Desconcertado se detiene a los pies de la cama. Encima de la mesita de noche una fuente ovalada de porcelana repleta de frutas: manzanas, plátanos, uvas y naranjas. La madre, sentada en un puf junto al lecho de muerte del esposo, levanta la vista, la tristeza la envuelve como una malla, entre sus dedos las cuentas de un rosario, el cabello vendado de pañuelos blancos (cuarenta días con sus noches habrá de llevarlos puestos sin cambiarlos), del mismo color su largo vestido (el blanco, color de la eternidad, donde confluyen todos los colores, todos los tiempos). El muchacho se acerca a la madre y le besa el dorso de la mano. La voz de ella suena lejana:

—Baja a la cocina y come algo, va a ser un día largo. Ahora que has llegado, le lavaremos. Al atardecer, antes del crepúsculo, lo enterraremos... Despídete de tu padre.

El cadáver conserva el color verde ceniza de las últimas semanas del cuerpo, el rostro en risueña quietud, furtivas canas adornan su barba, su frente un nido de arrugas, el brazo derecho tendido por encima de la sábana que cubre su desnudez. El muchacho le toma la mano helada, la roza con los labios y la vuelve a abandonar. Sin volverse sale de la habitación y sube la escalera.

Le deslumbra la claridad que le devuelve el exterior. El brillo del sol se multiplica proyectado contra el baño de cal de la azotea. Una niña tiende las ropas empapadas del difunto, que gotean, acompasadas. El muchacho la observa con los ojos entornados, apenas sabe nada de ella: ¿tendría padre? Ya hacía varios años que estaba con la familia, se ocupaba de la colada, de fregar los platos, el suelo, amasar el pan, llevarlo al horno y acompañar a la madre del muchacho a la compra. Su infancia fue comprada con diez mil francos, además de los mil que cada mes venía a recoger uno de sus hermanos. Duerme en el suelo sobre un rasgado colchón de lana, come en la cocina, le enseñan el alfabeto por las noches, le cambiaron el nombre y le hicieron olvidar la costumbre de leer el tiempo por la sombra que dejaba su cuerpo en el suelo.

La niña procedía de las altas montañas, donde la mirada del tiempo se mantiene indiferente al transcurso de una vida. A principios del mes pasado la madre de la niña había dado a luz y ésta, al enterarse, rogó que la dejaran marchar a su lado. Estuvo dos semanas, volvió agujereada por las chinches, con el pelo plagado de piojos, y los huesos marcados de hambre y fatiga. Aun así, lloraba en la oscuridad del sótano donde se guardaban en grandes tinajas de barro el aceite y la mantequilla.

La niña coge el barreño y gira el cuerpo encontrándose con el muchacho, da un paso hacia él y se detiene:

—Tu padre ha muerto. Después de que tú salieras de su cuarto esta mañana yo entré para cambiarle la jarra de agua y vi que no respiraba.

—¿Tú tienes padre?

—Claro, sólo que está divorciado de mi madre. Ahora tiene otra mujer y otros hijos. También mi madre tiene un nuevo marido y él no quiere tener en su casa más que a los suyos...

—¡Vete, déjame solo! —la interrumpe el muchacho.

Ella levanta el mentón con gesto orgulloso y obedece. El muchacho se cobija de pie bajo la sombra de una larga blusa. Ante él el horizonte. Una colina moldea el sur del valle en el que se asienta el apretado caserío encalado de la ciudad. En otras épocas las inundaciones provocadas por las lluvias y el desbordamiento del río, obligaban a los habitantes a permanecer encerrados en sus casas, con las despensas aprovisionadas. En las laderas del monte, el cementerio: las tumbas se reparten en la pendiente de la colina que asciende hasta la alcazaba; por ésta asoman inofensivos cañones. Al Este, el río seco muestra su cauce desnudo con escarpes rocosos. Al Oeste, tierra ocre y siena. Y al Norte, la ciudad se extiende buscando el mar. La extraña asimetría del paisaje da una impresión de tensa belleza.

El muchacho saca del bolsillo la colilla que le cedió el amigo y la prende, tiene gusto amargo, le marea. Acerca, de nuevo, el cigarrillo a los labios, nota que sus manos aún conservan aroma de neroli. Sigue fumando. Acude al escenario de sus pensamientos la imagen del padre moribundo. Aquella mañana, en las tinieblas del alba le oía jadear. Él de pie apoyado en la jamba aguardaba cautelosamente a que volviera a dormirse. A la cabecera de su cama, en el alféizar de la ventana había una fuente con fruta, una naranja relucía en el centro. Cuando la respiración del padre se aletargó y cerró los párpados, avanzó con sigilo y atrapó de un zarpazo la naranja, la guardó bajo la camisa y salió corriendo.

En la terraza, punto de encuentro de amantes y de nocturna tertulia de mujeres, el aire trae olor a leña del horno cociendo pan. Un soplo de brisa agita las prendas. El ruido del agua al caer suena como un estallido incesante. Inspira y siente el escozor de las lágrimas. Contiene el aliento ahogando el llanto en un nudo en la garganta.

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Copyright ©Nora Bouhorma, 2000
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Fecha de publicaciónDiciembre 2004
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