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Los escribas

Jorge Gómez Jiménez
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La sabiduría no considera nunca
los medios de hacer al hombre dichoso.
Aristóteles

A mediados de 1981, el semanario Rostros publicó en su segmento cultural una historia de Jonás Alino, un joven escritor hasta entonces desconocido que pasaba las tardes de domingo leyendo la prensa capitalina en busca de anuncios de concursos literarios. El cuento fue publicado debido a la imprudencia de un amigo de Alino que estaba empeñado en que éste debía hacer conocer su producción en la prensa antes de probar suerte en los concursos; justamente ese cuento había sido enviado antes por Alino, sin conocimiento del amigo entusiasta, a la Bienal Regional que organizaba la Dirección de Cultura del estado. La publicación del cuento en el semanario —la primera de una cadena de circunstancias aparentemente casuales que habrían de conectar a Alino con los escribas— podría significar su descalificación automática.

Por esta razón, Alino fue el principal sorprendido cuando, en septiembre de ese año, fue informado telefónicamente de que se había hecho acreedor del primer premio. El semanario Rostros tenía una área de circulación bastante limitada —dos o tres pueblos bucólicos a los que la prensa nacional llegaba de manera irregular—, pero era muy reconocido en el ambiente por sus páginas culturales, y resultaba bastante improbable que los organizadores y los miembros del jurado hubieran pasado por alto este detalle. Impulsado por su vanidad, presionado por sus parientes y allegados y confiado de su suerte, Alino decidió ignorar el hecho hasta llegar a la fecha de entrega, o al menos hasta que alguien le denunciara y se resolviera otorgar la distinción a otro escritor.

Nada desagradable ocurrió. El sábado 26 de octubre de 1981, la crema y nata cultural del estado se dio cita en la Casa de Gobierno para rendir su complacido tributo al joven valor de las letras que enaltecía el gentilicio de su pueblo con una exquisita narración de marcado estilo y refinado lenguaje. Alino, obligado dentro de un traje de alquiler, se dejaba llevar entre los grupos de personas que deseaban conocer al escritor victorioso, armado con un vaso de escocés que no le daban tiempo de saborear.

Una de las atracciones de la noche era la presencia de Tomás Frejas, escritor del patio que empezaba a construir una trayectoria de importancia en la capital. Alino era consecuente seguidor de su obra, y cuando le divisó entre la multitud empezó a caminar tímidamente hacia él para estrechar su mano. Alino había conocido a Frejas varios años antes en una tasca, pero estaba convencido de la absoluta imposibilidad de que éste recordara el fugaz encuentro. Aun cuando la celebridad le saludó afablemente y aseguró recordarle, Alino ya conocía el rito de ocultar los olvidos y aceptó los elogios del otro como una cortesía.

Esa noche le entrevistó un periodista de la capital. Altivo, capaz dentro de su pose, Alino afirmó que su mayor pasión era la literatura y su única perspectiva, escribir toda la vida.

La suerte de Alino mejoró notablemente a raíz de su triunfo en la bienal. Diarios regionales publicaban sus trabajos y en un par de años se había convertido en una referencia cultural del estado. En marzo de 1984, Alino decidió que ya había conquistado el pequeño entorno estatal y se fue a vivir a la capital. Su precipitación le reservaba seguramente el fracaso, pero el azar le deparó un nuevo encuentro con Frejas cuando ya las circunstancias económicas y el desdén del ambiente intelectual capitalino empezaban a hacerle flaquear.

Frejas salía de una asamblea en la Sociedad de Escritores cuando divisó a Alino tomándose un café, a unos pasos de él. Lo saludó como si fueran viejos amigos —lo que Alino íntimamente agradeció— y le invitó a tomarse algo más fuerte en un restaurante cercano. Frejas deseaba estar al tanto de la actividad de Alino y se mostró muy complacido de saber que éste continuaba escribiendo pese a las altas y bajas en que se había visto involucrado. Finalmente, Frejas hizo una oferta formal: si el material escrito por Alino en los últimos tiempos tenía la calidad que él esperaba, le serviría de mentor en la capital. Alino le agradeció el gesto y acordaron una cita para algunos días más tarde.

La relación con Frejas fue sumamente productiva para Alino, y no exclusivamente en el aspecto económico. Frejas era un gran escritor, sus amigos eran los miembros de la farándula literaria de la nación y Alino pudo establecer contacto con decenas de personas que criticaron su obra y dieron pulimento a su estilo con dedicación. Impulsados por Frejas, los cuentos de Jonás Alino empezaron a pasear con cierta frecuencia por las páginas culturales de los principales diarios de la capital; ocasionalmente le invitaban a participar en discusiones sobre el futuro de nuestra literatura, y su ponencia acerca del estímulo a la lectura en la educación primaria obtuvo interesantes elogios durante el XIV Congreso de Escritores. En noviembre de 1985 sostuvo entre sus manos su primer libro impreso, que recibió favorables comentarios de la crítica y una razonable aceptación del público. Casi se asustó la primera vez que un escritor más joven que él le pidió consejos literarios. Ya no era más un cazarrecompensas ni buscaba anuncios de concursos en los periódicos del domingo; ahora recibía dinero por sus colaboraciones en las revistas del medio y los aplausos a su obra se extendían a paso firme por toda la nación. La dedicatoria del cuento con el que Alino ganó el Premio Alfareros en junio de 1986 lo decía todo: a Tomás Frejas.

Alino revisaba los originales de su primera novela la tarde de 1989 en que se enteró del asunto de los escribas. Frejas le telefoneó para avisarle de una inesperada asamblea de la Sociedad de Escritores. La extemporaneidad del compromiso —la sociedad solía reunirse los jueves, no los martes— no debería haber extrañado a Alino, pero quizás la interrupción del trabajo le incomodó un poco. De cualquier manera, uno de sus acuerdos con Frejas era dejarse conducir, por lo que accedió a lo que consideraba casi una obligación.

Desde el principio los asistentes a la reunión se mostraron inusualmente cautos y serios. Aunque por lo general la sociedad tendía a convertir sus asambleas en encuentros sociales para intercambiar contactos y organizar conferencias, ésta en particular tenía todo el carácter de un cónclave con jerarquías bien definidas. Después de conversar vagamente sobre algunos puntos sin mayor trascendencia, el presidente hizo una seña a Frejas que Alino detectó en el acto, menos por su perspicacia que por la deliberada intención del presidente de que así ocurriera. Frejas se acercó a Alino y le dijo al oído que le acompañara a la oficina contigua.

Era la oficina del secretario. Un cuarto espacioso y frío, cuyas paredes ostentaban los retratos de las glorias literarias nacionales de todas las épocas. Alino entró detrás de Frejas, quien le pidió que cerrara la puerta y le invitó a sentarse en uno de los sillones para visitantes. Bajando la voz con prudencia, Alino preguntó a Frejas qué ocurría, pero éste parecía dar vueltas en su cabeza a una idea sin hallar la manera de explicarse. De pronto, estalló.

El verbo de Frejas se hizo rápido y preciso como el de un locutor de radio. Haciéndole varias cortas preguntas de obvia respuesta, comparó hábilmente las sucesivas etapas de su carrera con las que Alino estaba viviendo: la tímida ambición de los inicios, la aparición de uno o más mentores que ayudan al escritor a abrirse paso en medio de la indiferencia y la definitiva catapulta hacia el éxito que se traduce en constantes apariciones en los medios editoriales. Con la minuciosa pericia de un profesor de anatomía, Frejas demostró paso por paso cómo, con ligeras variaciones del esquema esencial, todos los escritores que estaban en la sala contigua, todos los escritores reconocidos en el país habían transitado los mismos estadios hasta ubicarse en la cresta de la ola para no bajar de allí nunca más, salvo las excepciones de rigor.

Para mantener ese status, afirmaba Frejas, era insuficiente comportarse como el escritor ideal, el hombre de letras cuya única perspectiva es escribir toda la vida; debía hacerse de la literatura un oficio menor supeditado al imprescindible oficio social, participar en conferencias y foros, dictar talleres, sentar precedente emitiendo opiniones insospechadas en la prensa, recibir doctorados Honoris Causa con poemas en lugar de discursos, establecer los parámetros de la literatura contemporánea, gestionar acuerdos de paz entre gobiernos que nunca los respetarán, lanzarse para la Presidencia de la República; cualquiera de esas cosas que el común suele llamar el dejarse ver. Por supuesto, para honrar todas estas responsabilidades debía restarse un tiempo vital a la creación literaria inmaculada, y era en ese punto donde cobraba importancia el comité de escribas.

La sola mención del comité de escribas bastó para turbar a Alino, para quien todo lo anterior resultaba un compendio de situaciones conocidas y, en cierta forma, la promesa de un futuro que aguardaba impaciente. Esa tarde, los escritores Jonás Alino y Tomás Frejas hicieron sus mejores esfuerzos por parecer naturales a sí mismos. Esperando a cada segundo la reacción de Alino, Frejas le explicó que, en un momento específico, los escritores adquirían una dimensión especial en la que recibían ciertas nuevas obligaciones —las ya descritas— y eran relevados de una en particular: escribir. A partir de entonces, la producción de quien recibía el ascenso era ejecutada por los miembros del comité de escribas, quienes a su vez eran escritores menores que, con el debido adiestramiento, bifurcaban su creación en dos vertientes: la suya propia y la del escritor a quien servían de suplentes. Los escribas eran sustentados con porcentajes de los beneficios económicos que sus propias obras generaban en nombre del otro; se ocupaban de preparar los frecuentes discursos, las palabras para los funerales, los artículos periodísticos y hasta los poemarios y novelas del escritor a quien servían. Después de ser ascendido, un escritor podía disfrutar de la colaboración de muchos escribas a lo largo del resto de su vida; escritor y escribas se comprometían secretamente a silenciar su sistema en aras del recíproco bienestar. Cierto día, la Sociedad de Escritores consideraba que la producción de un escriba era lo suficientemente sólida como para participar él mismo del juego. Entonces un compañero ocupaba su lugar, él dejaba el comité y se preparaba para su propio ascenso, que le era concedido si presentaba al menos un candidato lo suficientemente valioso como para pertenecer al comité. Una vez que el nuevo aspirante era admitido, el otrora escriba era finalmente ascendido y se repetía el proceso.

Obviamente, Alino no creyó nada de lo que Frejas le dijo. Éste pretendió presentarle, a manera de prueba fehaciente de la existencia del comité, los recibos que certificaban su propia actividad de escriba de cierto connotado escritor. Había dejado de ser escriba tres años antes, cuando su propia creación fue debidamente valorada por sus superiores y se le dio un lapso prudencial para hallar un escritor de valía que pudiera integrarse al comité.

Ese escritor era, ni más ni menos, Jonás Alino. Frejas le había estado preparando durante años, inclusive desde antes de ser ascendido, pues percibía en él la madera de un escriba en toda la regla. Con el auxilio de la Sociedad de Escritores, Frejas había detallado de manera meticulosa la trayectoria de Alino, abriéndole a escondidas las puertas de los talleres de imprenta. Si Alino había ganado la Bienal Regional de 1981, se debía a que Frejas y la Sociedad de Escritores habían dado la orden a los miembros del jurado —tres escribas de entonces— de que pasaran por alto el hecho evidentísimo de que su cuento, por accidente, ya no era inédito. Sin saberlo, Alino había sido en 1981 un bebé de probeta, de varios a quienes, a lo largo de los años y en todo el país, la Sociedad de Escritores ha estado proporcionando el impulso inicial de un premio o una edición. Frejas representó entonces las últimas líneas de su papel poniéndose de pie, abriendo la puerta de la oficina y dejando pasar a cuatro escritores, todos conocidos por Alino, quienes le aseguraron formar parte del comité de escribas y atestiguaron los grandes beneficios profesionales y socioeconómicos de su membresía.

Una vez que los escribas fueron invitados a volver a la sala —lo que hicieron no sin antes estrechar la mano del que ya consideraban un compañero—, Frejas preguntó a Alino sobre su decisión. Éste se levantó del sillón, pronunció algunas frases inconexas entre las que repitió muchas veces las palabras locura e imposible, y desalojó la oficina. Ya en la sala, lanzó una mirada de desprecio a los demás escritores y se perdió en lo profundo de las escaleras que dirigían a la salida.

Durante algún tiempo, la prensa capitalina ofreció falsas versiones sobre la desaparición de Alino: un cronista afirmaba haberle visto en un congreso de narradores en el exterior, luciendo su recién acabada novela; otro decía que un tío del escritor había fallecido y, con él, toda su inspiración; el más arriesgado le inventó una muerte oscura en algún arrabal de la ciudad. En 1995 se supo que había obtenido el primer lugar en un premio internacional con una novela titulada Los escribas, pero no hizo acto de presencia para recibirlo.

Cagua, 24 de septiembre de 1997
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Copyright ©Jorge Gómez Jiménez, 1997
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Fecha de publicaciónSeptiembre 1998
Colección RSSFabulaciones
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