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Un día, una bomba

Un día, una bomba

Mariano Valcárcel González
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¿Jaime? —sonó la voz de Bernardo Soté por el teléfono.

—Dime, Bernardo.

—Quedamos donde la otra vez y te informo.

Se volvieron a encontrar a la misma hora y en la misma mesa se sentaron; hasta pidieron las mismas consumiciones.

Soté no necesitaba auxiliarse con informes ni fotografías: todo quedaba en su mente, archivo policial ambulante. Lo que le habían dicho de Juan de Dios ya lo tenía en su correspondiente cajoncito del cerebro.

—Vamos a ver: el tal Juan de Dios Lozano Robles sigue con su modo de vida conocido. Parece ser que lo de los grandes planes y las operaciones finolis se le han vedado y sus actividades andan básicamente en el club de alterne; allí chulea a una o dos incautas, les maneja las ganancias, les proporciona clientes y morfina. De tarde en tarde vuelve a la obra o a recuperarse con su familia.

—Eso no son novedades para mí.

—Lo sé, lo sé, pero es lo que tenemos como campo de acción. Por el lado subversivo y político ni hablar, y mira que sería fácil ir por ahí en cuanto hubiera lo más mínimo, pero no lo hay. He pensado utilizar el garito como tapadera: hacemos una redada cuando esté él dentro, se le provoca y los muchachos hacen que se lo llevan detenido como tantas veces. Pero ese día el sujeto debe estar especialmente alterado —recuerda que mató a una persona y el argumento no es malo—, y durante el trayecto hay que aplicarle la ley de fugas... Total que el hombre se tira del vehículo y tiene un desgraciado accidente que lo deja bien jodido.

—Puede identificar a sus captores...

—Serán de otras zonas y brigadas, no los conocerán ni los demás; además no se identificarán.

—¿Y si un juez quiere saber lo sucedido?

—Pocos datos habrá de obtener. Al sujeto ni se le llevará a comisaría: no habrá registro de entrada.

—¿Cómo quedaría?

—Para no poder trabajar, ni andar, ni joder... Un guiñapo.

—Bien, eso es lo que deseo; ¿cuándo lo vais a hacer?, ¿necesitas dinero?

—Tú no tienes que saber nada más de lo que te he dicho. Sólo cuando todo esté rematado podrías hacerte el fino y largar algo para mis hombres, para que se regalen; para mí nada, ¡faltaría más!

—Soté, sabes que esto es completamente ilegal...

—Sobre los papeles pudiera ser, pero ¿por qué, Echávarri, por qué vamos a dejar en su sitio a un canalla? ¿A ti te produce cargo de conciencia?... ¡No hombre, no! A escoria así hay que manejarla de esta forma; si esperamos a que hagan algo peor para aplicarle la justicia se nos pueden pasar años y mientras, ellos viviendo de sus sinvergonzonerías... Con ese tipejo sólo hacemos justicia y limpieza de la sociedad.

Una noche se pararon delante del club de la Carretera de Aragón dos SEAT negros. Se bajaron cuatro hombres. El que pasaba por allí, siendo un poco avisado, adivinaba de inmediato que la bofia andaba de cacería, y se largaba del lugar lo más rápidamente posible.

Los cuatro individuos penetraron en el local —«¡Policía!»— y no había que saber nada más, no había que preguntar nada más, no había que decir nada más. «¡Policía!». Y todo el que estaba presente empezaba a pensar con rapidez la forma de capear el posible temporal que se le venía encima.

En aquellos tiempos era cosa de pardillos, si no totalmente de imbéciles, el creer que existía algo como el derecho de la persona a ser inocente; se era siempre culpable —si no real sí que en potencia—, y luego cuando pasaba lo peor se podía dar gracias a Dios o a la buena estrella personal.

Los del local estaban acostumbrados a las redadas policiales, las cuales en la mayoría de los casos eran avisadas previamente. Y conocían a los de paisano, o policía secreta que decía el vulgo, que estaban encargados de realizarlas. En verdad que la cosa quedaba entre amigos y los funcionarios, luego de ejecutado el remedo del servicio, se cobraban de diversas maneras los favores prestados: en consumiciones, en carne de mujer, en dinero contante y sonante... Pero éstos que entraban no les eran conocidos ni les habían sido avisados.

—¡Venga, todo el mundo quietecito que no queremos jaleo!, ¿vale? —decía quien aparentaba dirigir al grupo. Era un hombre alto y muy delgado, con la cara picada de viruela, que no llevaba sombrero como los otros tres.

Con un gesto, sin acudir ninguno a su arma reglamentaria —que seguro portaban—, cada uno se dirigió a su zona: detrás de la barra, hacia el interior del pasillo de los cuartuchos, alrededor de las mesas adosadas a las paredes, mientras indicaban a las mujeres y los hombres (tres de ellas, de ellos cuatro), que en el momento se encontraban allí que se reuniesen frente a la barra, donde había algo de luz.

—Saquen sus identificaciones.

—Yo no tengo —decía uno de los clientes, hombre con cara asustada, a la vista un provinciano con ganas de echar una cana al aire en la capital.

—Miren, quienes no puedan identificarse ya saben que tienen asegurada noche de hotel por cuenta del gobierno —ironizaba el jefe de la partida.

—¡Jefe, jefe, sabe usted que nosotras no tenemos aquí los papeles, eso lo saben ustedes bien! ¿Qué quiere, que se nos pierdan o nos los roben? —decía la Carmen con voz agria y chillona.

—Malamente hecho, fulana, que hay mucho lío últimamente y no nos podemos fiar de nadie; un error que os va a costar unos días de vacaciones pagadas, ¿no te alegras? —le contestó con sarcasmo mientras de reojo observaba como uno de los suyos se detenía con más atención frente a un hombre de estatura media y complexión delgada pero fuerte, que aparentaba ser obrero y que trataba de mostrar indiferencia, aunque se le escapase una mirada entre iracunda e inquieta.

—¡Qué coño me voy a alegrar jefe, que nos vais a arruinar con tanta inspección y tanta visita, que no va a venir nadie al local, coño!

—Modera tu lenguaje mujer, que se te va a escapar algo malo y a uno de éstos se le va a ir la mano, te lo aviso —y los otros se sonreían.

Salió del interior el que había entrado con algo entre las manos. Unas ampollas de vidrio, de las inyectables. Se las llevó al jefe.

—Jefe, éste y éste están documentados. Los otros dos no.

—Que se vayan los de los carnets —salieron a escape, sin mirar hacia atrás y sin decir ni pío.

—Bien, veamos, tenemos morfina aquí; mala cosa chiquitas. Tenemos a nuestras amigas sin un puto papel y tenemos a dos pipiolos que van por la vida casi en pelotas, que es como se va sin documentación en nuestra España. Pues vamos por buen camino, sí señor, que no nos marcharemos sin nada esta nochecita...

—¡Oiga jefe, que esas cosas nos las habrán metido ahí los clientes, que nosotras no nos metemos nada!

—¡Sí, sí..., y yo me he caído de un guindo! Vamos que somos ya mayorcitos y sabemos todo lo que se hace aquí, ¿o es que te crees que hemos venido por una casualidad; vamos, que no teníamos nada que hacer sino meternos dentro de esta mierda de puticlub?

El jefe se paseaba por delante de las furcias y de los dos hombres, pegados a la barra. El paleto sudaba y estaba a punto de echarse a llorar. El policía, si no supiera que debía realizar un trabajito por encargo de un jefazo, se habría entretenido algo más divirtiéndose de lo lindo con aquel pobre tipo: es que era su especialidad; pero habían ido a agarrar al otro y tenía que montar bien el escenario para que todo se desarrollase según le habían ordenado.

—Llama a jefatura y que nos traigan un coche más —le indicó a uno de los subordinados. El hombre salió—. Usted, ¿cómo se llama?

—Juan de Dios Lozano Robles —su voz era prudente.

—¿No nos hemos visto ya antes?

—No señor.

—¿Seguro?..., ¿usted no ha estado ya en el trullo? —la pregunta era una trampa.

—No —además de prudente ahora su voz se ahogaba en su garganta.

—Mira, tú: a mi no se me escapa ni un nombre ni una cara... ¿Tú no mataste a un pobre hombre en el bar «La Vicaría», hace ya algunos años?

—Bueno, sí, pero... —no le dio tiempo a decir más porque el bofetón le estalló en la cara sin haberlo siquiera intuido.

—¡A mí me vas a engañar, desgraciado! ¿Te enteras, eh, te enteras? —y le propinó otra.

Las mujeres habían lanzado algún grito y el otro hombre se había encogido casi hasta el suelo. Los policías se habían colocado alrededor de Juan de Dios y alguno le aplicó un puñetazo en el estómago mientras le tiraban de la chaqueta hasta media altura para que los brazos le quedasen inmovilizados.

—Registradlo a fondo.

—¡Jefe, ya viene el coche! —penetró el que había salido a avisar.

—Bien, sacad a éstas y las metéis en el mismo y también a este valiente, antes de que se nos mee o se nos cague; así que os los lleváis rápido. Que se quede nada más que el mío y nosotros tres, que vamos a echar un ratito con este mentiroso.

Largaron a los posibles testigos. Quedaron dentro los policías y Juan de Dios. Cerraron la puerta. Mientras, afuera, un SEAT negro y su chófer permanecía junto a la acera con las luces apagadas. También se apagaron las luces externas del negocio. En apariencia allí no pasaba nada.

Ya entrada la madrugada el auto se puso en marcha y aceleró hacia el otro lado de la capital. Entrando por la Casa de Campo desaceleró y junto al borde de la vía un bulto fue arrojado mientras de inmediato el coche aumentaba su velocidad y desaparecía de la zona.

Nada apareció en las páginas de sucesos. La prensa ya estaba advertida de que no se tocase el tema y los periodistas sabían con certeza que esa advertencia llegaba desde la misma policía. El centro hospitalario al que llevaron al sujeto, que estaba vivo, tampoco dio parte alguno ni a comisaría ni al juzgado, pues así se lo indicaron. Llegó con serio peligro de perder la vida y los médicos se cercioraron de que había sufrido una severa paliza, tales eran los signos de las múltiples contusiones que le cubrían el cuerpo. Lo peor y grave era que a la altura lumbar tal había sido el castigo que existía casi la certeza de que se producía una parálisis de los remos inferiores.

Pasados unos días el desgraciado pudo ser identificado y se dio aviso a su familia. Del caso nadie sabía nada, nadie daba datos ni pistas y por supuesto la policía declaraba que no tenía indicios que le permitiesen aclarar el delito. Al pasar los meses los médicos indicaron que el enfermo podía irse a su casa, pero que le quedaban unas secuelas irreversibles que le imposibilitarían hacer una vida normal.

—Jaime —era la voz de Soté.

—Dime Bernardo.

—Se ha hecho lo que querías. Sabrás que ha sido de libro.

—¡Según de que libro me hables Bernardo!

—De ese del que nadie se declara autor, pero que muchos, créetelo, escriben.

—Ya lo sé amigo, y así anda todo... ¿Hay que pagar la edición?

—Gastos de material solamente. Te pasarán al despacho una nota, lo ingresas en la cuenta indicada y nada más, ¿de acuerdo?

—De acuerdo, lo que carguéis bien está. Ya te avisaré y tomamos algo.

—Muy bien. Adiós.

Mientras, en el centro hospitalario...

—Te lo tenía que decir. Ya lo sabes y ya sabes lo que ha hecho tu padre.

—Gracias padre —una punzada se alojó en su pecho.

Las manos juntas y apretadas. Nada más entre los dos. Así transcurrieron los largos minutos. Alguien penetró en la habitación, sobresaltándolos. Era una enfermera que procedió a prácticas rutinarias, incluida la toma de temperatura.

—Debes irte.

—¿Por qué?

—Porque no me haces falta aquí, como ves. No seas tonto que esto está controlado y no te vas a pasar aquí la noche innecesariamente.

—¿Se puede quedar solo? —preguntó a la chica.

—Desde luego señor, no hay problema, incluso puede ir por su pie al baño.

Se despidieron.

De inmediato averigüé y supe que Juan de Dios vivía todavía. Solían verlo por el barrio, en silla de ruedas, alguna de las tardes cuando sus hijos querían bajarlo, en los días más suaves de la primavera o del verano, junto al mercado que había cerca. Decían que había intentado ponerse a vender cupones de la ONCE, pero que no lo admitieron porque tenía antecedentes penales. En su domicilio los ingresos procedían del trabajo de su abnegada esposa y de lo que los hijos aportaban; todavía tenía que dar gracias a Dios si se acordaban de él, que no había sido un padre modelo precisamente.

Nadie se acordaba de él y nadie acudió en su socorro. Lo sucedido, con ser muy grave, pasó sin generar consecuencias entre los demás. Nadie quiso saber nada de aquella historia.

Estaba sordo y apenas podía articular bien. Su aspecto físico quedó deteriorado irremisiblemente y de aquella chulería y apostura, su verdadero y personal tesoro, no quedaba nada. Era un despojo que daba más que pena rechazo y asco. Se arrastraba por las aceras hasta la pequeña placita situada entre bloques de ladrillos iguales y deteriorados por sus mismos usuarios, y entre los vehículos aparcados mascullaba sus obscenidades. Mendigaba tabaco o alguna peseta para tomarse unos vinos y alguna vez, cuando conseguía que algún desalmado le invitase, en su borrachera llamaba a una tal Rafaela, a voces, o se echaba a llorar maldiciéndola. Lo normal es que acabasen echándolo del tabernucho del mercado y que durmiese la borrachera en cualquier lugar, sobre su silla de ruedas e incluso derribado de la misma, envuelto en orines. Hasta que llegaba su mujer o algún hijo y lo lograba rescatar.

No se me produjeron sentimientos filiales respecto a él. Eso de la sangre no me afectaba. Tampoco me afectaba un resto, aunque fuese mínimo, de compasión hacia aquel deshecho social. Podía haber sido mi padre biológico, ¿y qué?... Si por él hubiese sido yo no habría nacido; si hubiese sido por él yo hubiese seguido el camino del hambre, la miseria y la explotación. O la enfermedad y la muerte prematura.

Me pasó lo que a mi padre: no quise ni acercarme a la barriada por verlo, aunque fuese de lejos, por mera curiosidad. En realidad hubiese sido por malsana curiosidad, un intento morboso de hundir mis pensamientos más en la miseria del sujeto. Una degradación a la que no estaba dispuesto a ceder.

También me escondí aquellas vivencias en lo más profundo de mi ser, para que allí y a mí sólo me hiciesen daño, sólo a mí.

Yo había guardado muchas cosas en mi corazón.

Rodaba el vehículo hacia el domicilio. Otra vez las mismas calles, los mismos semáforos, los mismos autobuses que hacían lo que querían, las mismas ambulancias ululantes... La rutina de muchos madrileños nacidos o adoptados. Las mismas motocicletas sorteando el tráfico, desgraciados que alguna vez causarían un problema.

La moto que veo por el retrovisor izquierdo se me está pegando demasiado, disminuyo la marcha no vaya a arrastrarlos sin querer, porque van dos en ella... Siguen demasiado cerca y a su vez se adaptan a mi velocidad. Van enfundados en monos de motorista y llevan sus cascos que los hacen irreconocibles, fantasmas sin caras, centauros en máquina sedienta de kilómetros. No me gustan los motoristas ni las motos.

Siguen ahí al lado, ¿qué hacen ahora?...

Una fuerte explosión se escucha en toda la calle.

Una bola de fuego va rodando por la calzada alcanzando a varios vehículos, que también comienzan a arder. Los cristales de escaparates y viviendas saltan hechos añicos entre un estruendo imposible se definir, que los viandantes, vecinos, comerciantes de la calle y conductores no aciertan al principio a comprender y cuando lo empiezan a comprender, tras el aturdimiento consiguiente, no quieren.

Una ola de calor y de sonidos de alarma lo invade todo. Va despejándose algo la humareda y acaban de caer trozos incandescentes de material metálico o plástico. Hay un amasijo de lo que parece ser un vehículo en el centro de la calzada y otros están más o menos dañados a su alrededor. Salen de los mismos personas con los rostros desencajados, cubiertos de sangre, destrozadas las ropas... Algunos vacilan y caen. Otras personas se acercan con las manos en la cabeza, a su vez otras corren despavoridas, llorando.

Un atentado terrorista. Otro más de la larga lista que se sufren en Madrid. ¿Quién ha caído esta vez, un general, un policía o guardia civil? Hay un amasijo en el centro de la calzada, algo, parece ser un hombre, dentro al volante.

Los titulares de la prensa de la posterior mañana eran los siguientes:

ETA ASESINA AL CONGRESISTA ANTONIO MARÍA ECHÁVARRI

Los terroristas le colocaron en el vehículo una bomba-lapa desde una motocicleta que circulaba a su costado. Varias personas más han quedado heridas de diversa consideración como consecuencia de esta acción terrorista.

FIN
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Copyright ©Mariano Valcárcel González, 2010
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Fecha de publicaciónMarzo 2014
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