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Un día, una bomba

Comidas

Mariano Valcárcel González
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Jaime recordaba todo eso y muchas cosas más cuando observaba la foto, tan oculta para ocultar recuerdos que no se conseguían olvidar.

La situación resultaba muy difícil. Por un lado estaba él mismo, con su amor roto pero no apagado, ansiando volver a ella y a los tiempos pasados pero consciente de su imposibilidad, por otro el chico, su hijo y con derecho a saber toda las verdad e inocente de todo lo ocurrido, posible víctima de esa misma verdad... ¿Cómo abordarla?... Una cosa había segura y al momento puso cumplimiento, no deberían volver a repetirse los hechos, llamó a la asistenta y le pidió explicaciones que por otro lado ya conocía, le reprochó su falta de cuidado y prudencia, la abochornó como no había hecho nunca a un sirviente hasta hacerla llorar y le exigió que no volviese ni al Retiro ni a consentir presencias ajenas alrededor de su hijo, todo bajo la amenaza de un despido fulminante.

Desahogaba su alma.

Pero no le dijo nada a Antonio María. Su corazón debió de empezar a resentirse en aquella época. Pero él callaba y no dejaba traslucir sus sufrimientos. Únicamente una señal física podía llegar a delatarlo, encaneció totalmente, envejeció.

Como mi madre llegó a estar casada legalmente yo llevaba los apellidos Echávarri Morales. Pero era obvio que pronto empecé a echar de menos la presencia en casa de la otra parte de la pareja progenitora y las preguntas al respecto fueron contestadas al principio con las mismas palabras —mi madre murió en el parto. Sin embargo era extraño que no existiese en la casa señal alguna de su paso y a eso no se me daba respuesta.

En la escuela todos los chicos tenían madre, alguno carecía de padre, pero el único sin madre era yo. Las veía llegar para recogerlos a muchos de ellos, se notaba la diferencia de las criadas, los besos y abrazos de despedida o de encuentro, la cara primero alarmada y luego iluminada del chico que creía no llegaba, los correctivos de alguna más nerviosa... Toda esa experiencia me había sido negada.

Soñaba con un rostro hipotético —sin definición exacta—, con una cariñosa voz y sobre todo con unas manos que me vestían, me acariciaban, pero el sueño se volvía espantoso, desaparecía, me encontraba solo, de pronto todo era tenebroso y oscuro, amplio e indefinido, y yo corría, corría gritando —¡Mamá, mamá, mamá!... Las pesadillas fueron recurrentes durante un buen periodo, acompañadas a veces de una meada que me abrumaba aún más que el sueño; enuresis, dijo el médico al que me llevó mi padre, que se debía cortar cuando mi personalidad madurase. Bendito sea que en efecto fuese así, pues el problema me llegó a preocupar seriamente. Gracias a Dios mi padre nunca me lo reprochó ni en público ni en privado.

Al respecto, había en el colegio un niño que padecía de incontinencias nocturnas. Su madre, que se enfurecía tremendamente, no acudió a otro método «curativo» que el restregarle sistemáticamente sus calzoncillos mojados por la cara. El chico padecía lo indecible y se generó una cadena sin fin en la que el estímulo generaba la respuesta y la respuesta volvía a servir de estímulo, creándose asociaciones traumáticas y perversas... Este crío de mayor padeció problemas graves de la personalidad, con degeneraciones sadomasoquistas tales que hubo que internarlo en un psiquiátrico, tras tener algunos problemas en la universidad. Había sido uno de mis compañeros y lo sentí bastante pues su inteligencia era muy buena.

Hay una pléyade de teóricos del traumatismo psicológico generado por educadores y padres.

Los unos y los otros advierten sobre las nefastas consecuencias que pueden tener ciertos actos correctivo-punitivos sobre los vástagos o alumnos, los traumas que les pueden marcar para siempre y conminan imperativamente a los demás para que eliminen prácticas tan antipedagógicas, pero como pasan al otro extremo del caso están creando una camada de lobeznos sin capacidad de freno ni control, sin fuerza para autocorregirse y carentes de referentes éticos o morales; por ahí corretean, molestan, rompen, contestan con descaro y usurpan el terreno que los endebles mayores les ceden. Para estos ahora les es más cómodo, ahí está la clave de su postura, dejarse de responsabilidades, evitar los enfrentamientos, dedicarse a sus asuntos sin necesidad de estar pendientes también de los que plantean los hijos. Cuando estas generaciones evolucionen no habrán logrado la suficiente madurez y los efectos traumáticos que se querían evitar serán más que evidentes; perdidos y desorientados serán presas en manos de desaprensivos que los llevarán por caminos fáciles de entrar, pero muy difíciles de salir.

No, no me siento catastrofista. Gracias a los misterios de la Naturaleza la especie humana siempre ha tenido recursos para la autocorrección, pese a lo descrito muchos chicos y chicas lograrían enderezar sus vidas, no por lo aportado por sus tutores sino al poder de sus inteligencias y de sus personalidades. Pero ello no exime de responsabilidad a los irresponsables que son conscientes de lo falaz de sus supuestos.

Contrasto estas circunstancias actuales con las que se marcaban en la dictadura; los excesos conocidos de los maestros y profesores, de curas y monjas plenipotenciarios que hacían y deshacían a su antojo, parte y jueces sobre la muchedumbre escolar que quedaba indefensa a su arbitrio. Otros, como en el colegio al que asistí, no llegaban al exceso que le permitía tal estatus, manejando casi siempre sabiamente la represión con la adquisición de responsabilidades, la libertad con la obtención de logros adecuados.

El único que obedecía a la caricaturesca fascistoide era el padre Severiano. Con su sotana abotonada hasta abajo, de un negro brillante y casposo, alto y seco, látigo de pequeños, medianos y grandes. Su gesto adusto y amargado anunciaba problemas caracteriales y físicos; apenas gritaba, casi nunca, su método era la aproximación subrepticia a la caza del infractor, mano a la oreja de la pieza cobrada que alzaba como trofeo mientras le masticaba las palabras, acusaciones y amenazas en un murmullo siniestro. Si la falta la consideraba de categoría superior o su ánimo andaba a vueltas consigo mismo el padre Severiano, con un movimiento sorpresivo y colérico, soltaba su presa y atizaba un enorme bofetón con la misma mano, puesta aún la mejilla en propicia postura frontal. Era un método de una eficacia que aterraba entre las filas encrespadas; le sucedía un espeso silencio.

El padre Severiano se encargaba del internado con lo que yo apenas caía bajo su feudo, pero en horarios de servicios religiosos, todavía muy abundantes en los sesenta del pasado siglo, y en los del comedor, no lo podía evitar. Le tenía cierta aprensión aunque no fuese un niño conflictivo porque, al igual que con los guardias civiles, siempre era mejor encontrarse fuera de su radio de acción, no fuese a caerle a uno su cólera indiscriminada.

A los llamados «externos», que éramos los que no permanecíamos por la noche, nos tenía especial manía, otra razón de más para aborrecerlo. En el comedor nos vigilaba a conciencia controlando nuestras comidas, ¡ay del que se dejase algo en el plato!, entonces lo amargaba obligándolo a terminárselo mientras le dedicaba una letanía de insultos; muchos compañeros comieron sus lágrimas empapando el pan o aumentando la sopa.

Ese recuerdo, esa experiencia, me acompañará para siempre como una de las humillaciones más amargas de mi vida. Mientras me tachaba de remilgado, niño cursi, consentido y demás lindezas en voz lo suficientemente alta como para que se enterasen los demás compañeros, era su numerito preferido, empujaba mi cabeza hacia un plato donde unas empanadillas reventadas mostraban su tufoso y desagradable contenido. Las náuseas que me venían las reprimía tragando los mocos y lágrimas, que a su vez me provocaban más náuseas; terminando arrojando las judías que habíamos tomado de primero y organizando en la mesa un follón de padre y muy señor mío. Me sacó de allí, empapado en vómito, a empellones, golpes, coces y voces y me arrojó al pasillo. Allí, de rodillas, quedé completamente destrozado pidiéndole al Señor que cayesen dos rayos, uno para mí y el otro para el muy bestia. La providencial llegada del jefe de estudios me permitió ir a lavarme y limpiarme algo la ropa. Luego supe que aquel verdugo había recibido una severa reprimenda por parte de sus superiores. Pero hasta que lo trasladaron —y nunca quise averiguar qué había sido de él—, noté su siniestra y vengativa mirada sobre mí.

Puedo asegurar sin embargo que cuando me ponen empanadillas para comer no las vomito sobre el plato.

La hora de la comida.

Se me acerca Cifuentes y me pregunta si voy a bajar al comedor del bar. Entonces soy yo quien le invito a hacerlo, pero fuera del hospital. Aceptó, pero si respondía él de las costas.

Los españoles somos así en general, nos sentimos generosos aunque luego el gesto nos obligue a sacrificios. Creo que es bonita, siempre que sea sincera, esta costumbre rancia que dice mucho de nuestra cultura, mixta cultura impregnada de esencias y aromas que repercutieron en nuestras historias de tan variados pueblos... ¿A qué vienen en estos tiempos los cánticos de prístinos orígenes, de límpidas fuentes raciales, culturales, sociales?, ¿qué se pretende demostrar sino exclusivismo y radicalidad? Acabamos de entrar, por la firma de mi Presidente, en un ente colectivo más amplio, con sus limitaciones y frenos interesados, es cierto, con confesados propósitos mercantilistas más que políticos, pero ¿no es cierto también que la Historia nos enseña la influencia positiva que siempre ha tenido el libre tránsito y el comercio en nuestro hemisferio?; cuando se interrumpía se enfeudaban las sociedades, retrocedían. Bienvenido el espacio común europeo con todos sus futuros problemas, que los tendrá. La variedad y la diversidad no pueden servir sino de nexos en lo común, nunca despreciar lo común por solo discriminar.

Salimos.

El aire es mejor que el del hospital, aunque tenga el regusto contaminado de la ciudad. Nos paramos en las gradas de acceso al edificio. Cifuentes, fiel a sus costumbres, saca un cigarrillo. Ya no me ofrece. Lo enciende con cierta parsimonia y lanza la primera bocanada con un suspiro mediante el cual trata de exorcizar sus angustias. Un sujeto pasó y le pidió fuego, cosa que él hizo calladamente; el otro apenas si murmuró una fórmula de agradecimiento y salió disparado. Nos miramos con una cómplice ironía acerca de la supuesta educación del tipo. No hay duda que Cifuentes tiene una buena salud, su cuerpo se nota firme, ligeramente obeso, anda con paso decidido y no hay síntomas en él de achaques de viejo, solo lo delatan unas manchas en la piel que denotan acumulaciones desordenadas de melanina.

Cerca del centro sanitario hay un pequeño restaurante que a veces he frecuentado. Está decorado con gusto y su dueño mantiene unos precios selectivos, aunque acordes con el servicio ofrecido. Si uno paga calidad quiere calidad, no falsía. En muchos sitios confunden adrede lo uno con lo otro. A los nuevos ricos, ola que nos va invadiendo, si se les sirve un huevo frito de paloma en un gran plato decorado con una brizna de perejil ya creen que están comiendo la última parida del chef, alta cocina europea, y pagan lo que les pidan. Regado el huevo con vinos de «reserva» según ello es exigible. Merecen que los engañen. El no va más de mis compañeros políticos, siguiendo miméticamente los pasos de camarillas de altura, es ir a comer... ¡lentejas! Su mala conciencia de traidores a su clase les delata haciéndole estas jugarretas y tratan de calmarla volviendo falsamente a los orígenes...

Me hice amigo de un compañero diputado andaluz, maestro de escuela, que no dudaba en hablar claro cuando lo creía oportuno.

Decía que en su vida había vivido tan bien. Sí, no era un hipócrita. Así que cuando alguien lo invitaba a lo de las lentejas se rechiflaba con sorna y contestaba que prefería las chuletas. Pepe Moreno, el maestro, era un sobreviviente de mil escuelas con una acumulada experiencia en niños llorones, padres pelmazos, inspectores demenciales y autoridades franquistas, neofranquistas, izquierdistas y andalucistas. Se enternecía sin embargo cuando contaba anécdotas sucedidas sobre todo si las protagonizaban «sus niños» (así eran siempre y lo serían los alumnos de su escuela). A carcajada limpia, con su verborrea imparable, refería sus historias; mejores sin dudarlo si se encontraba en un bar con la copa de fino o en la sobremesa de café y coñac.

—¿Los del Sesentayocho? —decía—. Aquí todos estos niñatos hicieron la Revolución de Mayo y tú sabes bien, Antonio María, que la mayoría andaba tras los faldones de los frailes y curas, cantando en las misas dominicales, teniendo visiones místicas y cogiéndosela con papel de fumar; otros vestían la camisa azul y se ponían la boina para desfilar en sus pueblos con el yugo y las flechas bien visibles y los que estudiaban en las universidades trataban por todos los medios de hacerle la pelota al catedrático para asegurarse el puesto de futuro adjunto, o intentaban llevarse al huerto a la más maciza de la clase, que además era hija de un coronel. Algunos se han aprendido de memoria eso del Sesentayocho, el Mayo francés. Yo sí que andaba sorteando obstáculos en cada pueblo donde caía, porque no sabes tú en algunos sitios lo que te encontrabas... ¡había cada comandante de puesto de la guardia civil! En un pueblo de la campiña sevillana tenían a un brigada que controlaba el pelo de sus chavales como si estuviesen en un cuartel. Pues bien, a nosotros los maestros jóvenes no nos podía ver, llegó un veinte de noviembre y debíamos acudir al acto político institucional en memoria del Fundador, no de Franco todavía, que estaba bien vivo, sino de José Antonio; allí, allí hubiese querido yo ver a tanto teórico del Sesentayocho. No teníamos más remedio que asistir como es lógico y así lo hicimos.

Una vez en la explanada frente a la preciosa iglesia barroca que dominaba el caserío, tras la misa, se dispusieron a dar los gritos rituales y cantar brazo en alto... Menos cuatro de nosotros que nos mantuvimos apartados y ostensiblemente con los brazos atrás. Las miradas asesinas nos traspasaban pero nadie nos conminó a adoptar otra posición más «patriótica». Sé que el hombre movió lo que pudo para encontrar datos sobre cada uno y nos llamó varias veces al cuartelillo con excusas tontas... El que no vivió en un pueblecito donde la ley era la voluntad del civil de turno o del alcalde fascista, donde se contaban las cabezas de los asistentes a misa dominical o al rosario de la aurora, no sabe el peligro que suponía ser «disidente»... Tal vez como ahora en otro pueblo sevillano donde el «iluminado» dirige con férrea mano los pensamientos de sus gentes y ¡ay del que se atreva en plena asamblea a disentir del común!

Me gustaba escuchar a Moreno. Su filosofía era práctica pero éticamente correcta. No engañaba. Se mantenía en política porque vivía mejor que de maestro pero él sabía que si seguía en su impertinente independencia pronto sería relevado así que, como siempre sobreviviente, empezaba a recordar el pasado.

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Copyright ©Mariano Valcárcel González, 2010
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Fecha de publicaciónNoviembre 2012
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