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Un día, una bomba

De la ceguera

Mariano Valcárcel González
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El zorro continuaba tras su presa, sin cejar pero sin espantarla, con cautela ejemplar.

Como un enamorado más esperaba al final de la jornada la salida de las muchachas del comercio, no todos los días pero si con frecuencia semanal; la invitaba a una cerveza, a una copa o a tomar algún tentempié. Su charla era siempre animada y jovial, a veces intensificaba las formas insinuantes o entraba en intimidades balbucientes, como si una timidez inesperada le impidiese expresarse con claridad. Ella se sentía a gusto y halagada; sí, le sentaba bien ser cortejada por un hombre maduro, apuesto y en el que se adivinaba otro lado tal vez más interesante que el que se empeñaba en presentar... Y ello era lo que más fascinaba a Rafaela.

El lado oscuro, el atractivo de ese espacio tras el espejo, la insaciable curiosidad e inquietud que ha llevado al ser humano hacia grandes metas tal vez intuidas, más bien deseadas, que se resolvían en pocos en eclosiones de belleza, de ciencia, de progreso y en la mayoría de los casos en profundísimas simas de dolor, desprecio y podredumbre.

Un hecho favorable contribuyó aún más a alejarla de la consciencia equilibrada del ambiente que la rodeaba; por la ampliación de la plantilla pudo acceder al puesto de vendedora, superando el cursillo preparatorio que la empresa realizaba. Su vanidad y ego subieron muchos grados, incluso se atrevió a medirse de igual a igual con su antigua amiga.

Se enfriaron las relaciones entre las dos a pesar de que Luisa, que la quería, había tratado de sobrellevar los desplantes, pero cometió el error de dar consejos y hacer advertencias, y de todos es bien sabido que a veces lo peor que se puede hacer para tratar de evitar un mal es advertir que ese mal existe.

Porque Luisa no tardó en adivinar la catadura del pretendiente. Y es que éste descubrió ante ella la amoralidad y falta de escrúpulos que era capaz de manifestar. Una noche, tras coincidir los tres como otras y haber marchado al cine, Juan de Dios se las compuso para despedirse de Rafaela y seguir en la compañía de Luisa... Sabiendo que era mujer desenvuelta y sin perjuicios la incitó a tomar la última copa y ella accedió.

Marcharon hacia un club que se encontraba en la carretera de Aragón. Le contó que allí era muy conocido, que había buena gente, que podía estar tranquila... Una vez dentro del tugurio inició una espesa conversación sobre mujeres y hombres, mujeres y mujeres, sus posibilidades y las de ella... Acudió a la mesa que ocupaba una de las hembras que se exhibían en el local y con toda familiaridad terció en el tema. Luisa, que no era monja precisamente pero que gustaba de elegir su dónde y su porqué y no se encontraba preparada para lo que le proponían, intentó tomar a broma lo que le indicaban y luego, observando la terca insistencia de los otros, se manifestó claramente en contra. La reacción de Juan de Dios fue pasando de la insistencia suave a la alteración del que es contrariado, elevando el tono de voz y recurriendo finalmente a los insultos. Acabó llamándola tortillera en clara alusión a sus relaciones con Rafaela.

A partir del hecho las advertencias de Luisa se hicieron continuas, con la reacción antedicha; Rafaela achacó a celos lo que estaba pasando.

Mi padre no había manifestado nunca celos.

Claro que de quién iba a tenerlos; o los tenía de todos o de ninguno. El amor de mi padre no tenía rival y era tan grande, como su corazón (ahora roto) que no podía albergar más que una generosidad sin límites para con la persona que más le hizo sufrir. Comprendiéndolo y sabiéndolo él así no se podía permitir tener celos del único que había osado hacerle frente, del único que lo había vencido... Así que conociendo la ruindad negra del sujeto la comparación le hubiera supuesto un verdadero problema de conciencia. Como luego no hubo más mujer en su vida este sentimiento —muy común en los españoles— le era inocuo.

Yo sí soy celoso, lo reconozco.

El interés por una hembra, aunque haya sido pasajero o efímero, me ha supuesto siempre un componente anejo de posesión y pertenencia exclusivo. Aquí nos vence el atavismo del dominio del macho en la manada y ese impulso tan vital y primitivo se impone al tejido de neuronas que lo envuelve; la supervivencia de la especie al fin y al cabo, del más fuerte.

Recuerdo que en mis tiempos de estudiante, juveniles todavía, solía tener un grupo de chicos del mismo colegio con los que pasaba los tiempos de ocio, sobre todo las salidas de fines de semana. Éramos pequeños infelices, bastante desconocedores de la realidad, que creíamos que el universo debía centrarse en nuestros padres, nuestro colegio, nuestra casta de jovenzuelos pudientes. Acostumbraban los curas a realizar de vez en cuando lo que llamaban «convivencias» en ciertos espacios de su propiedad o de otras comunidades religiosas, allá en la sierra. Y coincidían con otras que a su vez programaban las monjas, para sus chicas. Castamente nos reunían para los actos comunes, rezos, charlas, campañas misioneras... De tal forma empezábamos a conocer al otro sexo.

Mas, claro está, unas eran las intenciones de los religiosos y otras las que a nosotros se nos revelaban de improviso como mucho más urgentes. Los paseos por los espacios abiertos de aquellas fincas, entre pinares y al lado de las canchas de pelota, tenis o los campos de fútbol, nos proporcionaban el aire fresco y sano que ya empezaba a faltar en el medio urbano. Aire sano y mente obtusa, cerrada y sólo empleada en un único pensamiento. Allí cerca, las chicas.

Cuando nos reunían todo eran risitas, gestos de complicidad, falsos o verdaderos rubores e increíbles tácticas para el contacto entre los dos sexos. Contacto eminentemente casto y puro, desde luego, lo que no dejaba de ocultar el poderoso instinto vital que nos acosaba. Todo podía estar envuelto en un pesado manto de enorme timidez y temor a lo desconocido como en una liviana gasa de caballeresca literatura. Aderezos, sólo eso, aderezos que no servían más que para retrasar e impedir lo sin embargo inevitable. En cuanto nos encontrábamos por primera vez, fuese para misa o charla, teníamos bastante clara nuestra meta. Los restantes días más los pasábamos planeando la forma de vernos que pendientes de las consignas que se nos impartían de continuo.

Era un viernes y nos llevaron en autobús. Teníamos que estar hasta la tarde del domingo. Convivencias marianas, ese era el motivo. Convivencias, vivencias con, y de las que más nos interesaban. Convivir en el sin vivir de ellas, las chicas.

Nada más ser instalados nos informábamos si en el centro cercano había chicas o no. Teníamos verdaderos especialistas en el tema. Yo era algo bobalicón al respecto y no tenía todavía esos recursos vitales que no se enseñan en ningún colegio, pero que son tan necesarios o más para desenvolverse en la selva del humano. Así que se nos avanzó de inmediato que las había, que allí estaban también «ellas»... Y nos entraba ya una excitación inusitada e inexplicable. Inexplicable sobre todo porque la mayoría de nosotros ni las conocía ni tenía definido su objeto amoroso. Pero el instinto ya nos estaba avisando.

La misma mañana del sábado nos llevaron al primer acto litúrgico en común.

La capilla del recinto era de construcción moderna, casi atrevida para lo que se tenía por entonces como admitido. Abundaban las maderas claras, las cristaleras diáfanas y los murales de colores fuertes y figuras lineales y estilizadas; pero sobre todo el olor a maderas frescas que combinaba en perfecta armonía con el olor de los pinares próximos.

Nos colocaban separados, como era de rigor, las chicas a la derecha del altar, los chicos a la izquierda, con un gran pasillo central por donde discurrían los sacerdotes y monjas, los tutores y tutoras y los chicos o chicas que deberían participar en diversas fases de la liturgia.

Nosotros procurábamos centrar nuestra atención en el conjunto humano opuesto. Al principio los uniformes, porque todo el personal andaba uniformado, eran como una red de camuflaje que disolvía de forma indistinta formas e individualidades, rasgos y detalles, mas cuando uno se afanaba en atención constante empezaba a discriminar a las personas. Como éramos más bien pavos y sosos nuestro inicial juego era el de descubrir a las niñas más feas, para reírnos de ellas y divertirnos así en su desgracia. Ellas, tal vez ajenas de nuestras intenciones, interpretaban las insistentes miradas divertidas como un inicial interés por nuestra parte y respondían de diversas formas según sus personalidades; unas, con una seriedad hipócrita, para mirarnos a su vez de soslayo y con interés, otras, con risitas a veces hasta bastantes sonoras, que resonaban a su vez en la alta nave provocando la alarma de las vigilantes madres, y las había que hasta iniciaban movimientos dentro de las bancadas para aproximarse a la zona masculina al objeto de ver y ser vistas con más claridad.

En ello estábamos sin atender a las palabras del oficiante, monótonas y sin importancia para nosotros, cuando las nubes serranas dejaron descubierto al sol otoñal que pugnaba por dorar hojas, colinas y praderas. Se entraba por los ventanales tamizado en las caleidoscópicas formas y variantes cristalinas, diversificando sus colores. Me fijé en que algunos rayos parecían concentrarse dando la impresión de cañones de luz dirigidos ex profeso, según mano misteriosa, para crear en la atmósfera ese halo de misterio y sublimidad que el sacerdote no acertaba a infundir con sus palabras hueras.

Bajo uno de aquellos flujos de luz brillaba una cabeza de niña. Le incidía de tal forma que sus cabellos rubios se unían a la sinfonía de color, mezclándose y difuminándose en el dorado general. La chica trataba de evitar la molesta luz incidente porque sin duda le impedía ver. Me quedé anclado en esa imagen que se me revelaba de golpe y si la luz a ella le molestaba a mí me atrapaba en visión tan particular y exclusiva que todo lo demás habido en la capilla desaparecía como por encantamiento. En mi vida había visto ser tal, y en eso llevaba razón, porque en mi vida me había prendido de tal forma de alguien del otro género. Hasta aquel día las niñas habían pasado junto a mí sin pena ni gloria ni para moverme a grandes emociones. Hasta aquel día.

Aquello no podía ser casual, esa revelación no podía haber sucedido sin intencionalidad alguna. Aquel ángel, que existía realmente, estaba allí por mí y para mí. Decir que no despegué mi mirada sería poco. Mis compañeros se extrañaron ante mi insistente fijación, que amenazaba con llamar la atención del tutor que se encargaba de nuestra vigilancia, y dándose a su vez cuenta del motivo de mi pasmo empezaron a zaherirme y molestarme entre risitas y chuflas sotto voce. Ella miró, ¿cómo podía sustraerse a mi insistencia?, una sola vez en mi dirección y creí que caía desfallecido.

El día lo empleé en intentos de averiguar quién era ella. Sabía el colegio al que pertenecía, eso era obvio, pero no al curso; por ahí se debería empezar. Luego vendrían más datos. Me di cuenta que lo principal era el encuentro, sí, aprovechar alguna excusa para ello. Sabía que nos dejarían momentos de comunicación entre los dos grupos, bajo certero control, y esperé impaciente.

Un grupillo de amigos más o menos íntimos estábamos en esas ideas e intuíamos que por parte de ellas también existirían maniobras para darles alcance. Táctica vieja es la de agruparse, modo de darse valor y de preparar el terreno para definir las tendencias individuales y formar los emparejamientos. Así que hecha la exploración en la iglesia lo que quedaba era maniobrar las escuadrillas y producir el encontronazo en las campas, bajo el sol serrano que dibujaba sus perfiles dorados y el viento que pregonaba el invierno inminente.

Así fue como la conocí: Cristina se llamaba.

Su grupo y el nuestro convergieron como estaba previsto. Nos dimos a conocer de esa forma tonta y patosa que es característica de los adolescentes y sin embargo noté en ella, ¡ah, la idealización que nubla y enmienda a nuestro intelecto!, tal seguridad, aplomo y gracia que no dudé en que era con mucho superior a sus compañeras. De la cara redonda, pero no gruesa, sobresalían dos ojos grandes de un verde matizado de gris que los hacía enigmáticos e inaprensibles. Ella se imponía con sólo mirar y con la mirada transmitía más de lo que su boca expresara.

Me volvió loco. Me apresó.

Aunque dejamos la sierra el domingo por la tarde yo ya tenía los datos necesarios para poder acceder a su presencia o permanecer en su entorno. Sabía del colegio, de sus clases, de sus horarios, de su casa y aprendí de sus costumbres y de sus datos familiares. Mi vida se transformó en vigilancia y vela en cuanto tenía la ocasión, en un estar sin estar en ningún sitio, en un tratar de transformar a mi favor el tiempo y el espacio.

La pandilla marchaba entretenida cuantas veces se requería por unos u otras, pues a la vez éramos unidad e individuos que nos necesitábamos pero que en cuanto la lógica del enamoramiento funcionaba deseaban la disgregación del grupo.

Entrando el invierno, en las vacaciones navideñas, los días de asueto nos dieron la excusa de prolongar los encuentros. Yo, como dije, traté de forzar los tiempos de individualidad compartida. La seguía, la esperaba, la abordaba con cualquier y absurda excusa por las calles de su exclusivo barrio. La acompañaba. Luego, en mi casa, me pudría en la conspiración de mi mente contra mi corazón, en las supuestas faltas cometidas, en los supuestos momentos desperdiciados, en lo que debería haber dicho y hecho y que no hice, dije o todo lo realicé mal... Si mi padre se daba cuenta de mi estado, que creo ahora por su inteligencia demostrada sí se debía dar, no lo manifestaba, aunque mis calificaciones cayesen unos grados.

Cristina contaba sus cosas, de la familia, de sus hermanas y hermanos (pues tenía varios), las discusiones con algunos de ellos, las relaciones con sus amigas o con las monjas del colegio, de tal forma y modo que a mí me antojaba ser la perfección encarnada, tras la Virgen María. Lo que decía era santo y yo confirmaba sin vacilación sus juicios, incluso cuando de mí se tratasen. Estas cosas traen a la postre las querellas y las disoluciones de los grupos de iguales establecidos, pues las tensiones internas los hacen estallar. Y los celos son causa y motor muy efectivo para llegar a ello.

Ver que Cristina hablaba con alguno de mis supuestos amigos, con demasiada intimidad, que aceptaba algún regalo, que les reía las gracietas e incluso se despedía algunas veces de mí sin dejarme la acompañase en nuestra soledad única me hacía un daño que al principio yo no sabía explicar. Que era doloroso e intenso lo sabía, pero no identificaba su origen ni su alcance. Y que era del todo injustificado, lo intuía. Pero lo sentía y cada vez su punzada me afectaba más. Llegué a identificar la culpabilidad del causante, pues eran un causante y no la causante.

Uno de los chicos.

Yo ya no lo veía como el compañero de grupo, el amigo de curso y de correrías, era simple y llanamente un rival, ¡mi rival!, en el amor de Cristina. Me la quería quitar, eso era cierto, y se valía de mi nobleza y de la candidez de ella para tal provecho. Era doble y taimado, cruel y vengativo, rastrero e hipócrita que no quería darse a conocer de cara, como los hombres hacen, con valentía. Era un cobarde.

Quedar para juntarnos en grupo empezó a serme inaguantable. A ella le mentía a veces para que no supiese que habíamos quedado todos para alguna actividad, para ir al cine por ejemplo, e incluso procuraba si lo anterior no fue posible descomponer fastidiándola la junta, tal que cada cual se fuese por su lado. O darles el esquinazo a la menor ocasión y así quedarme a solas con ella. Entonces intentaba cambiar de actitud para no prolongar la mala sombra que yo mismo había creado.

Las mujeres se dan cuenta de inmediato. Y creo que ella al momento lo hizo. Y por eso trataba de prolongar lo más posible la compañía de los demás, porque le empezaba a ser odioso. Yo sí que no me daba cuenta de hasta que punto podía llegar a perjudicarme mi actitud. Los celos son ceguera y manipulación. Me manipulaba yo mismo e intentaba manipularla a ella. A mi compañero lo odié, sin más. Hasta que llegamos a las palabras y a las manos.

Cuando ella se enteró dejó de verme voluntariamente. Por mucho que lo intenté, la esperé, la acosé, ella se desligó de mí. Su mirada era su lenguaje y no hacía falta nada más para entenderla, pues su mutismo cuando yo la abordaba era total. De repente desapareció. A mis antiguos amigos, o a sus amigas, no me atrevía a preguntarles nada. Había quedado en muy mal lugar frente a ellos. Un día alguno fiel que me quedaba me lo contó. Me dijo que Cristina se había ido a otra ciudad para ingresar de novicia en un convento, que había sido en realidad la ilusión de su vida. Ser monja, profesar, supuestamente hacerse «esposa de Cristo»...

Todavía pienso, cuando recuerdo estos hechos, si en realidad ella quiso ser religiosa alguna vez o si fui yo quien la empujé a intentarlo por mi ofuscación y mis celos.

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Fecha de publicaciónEnero 2012
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