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Un día, una bomba

Chabolas

Mariano Valcárcel González
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El grupito parecía un niño perdido en una feria, desorientado, asustado, sin saber a ciencia cierta que determinación tomar.

El padre llevaba en un papel escrito la ruta a tomar y los trasportes que debían abordar. Le indicaba un número de Metro y dos nombres de estaciones. Luego un número de tranvía y un nombre de parada. Parecía fácil pero para ellos no lo era. Por las amplias aceras del Prado tropezaban, se daban de bruces con otros transeúntes, los críos se retrasaban y había que andar chillando como cuando se les llamaba en las calientes tardes del verano... Cuando preguntaba Rafael, con una cortedad que no se le hubiese conocido en el pueblo, los viandantes apenas si contenían algunos las muecas de desdén o desprecio hacia aquella prole de desarrapados jornaleros. Paletos.

Los poblados de chabolas cercaban Madrid.

A uno de ellos debían dirigirse, donde un primo lejano les esperaba. Era el que había quedado en encontrarles también colocación al cabeza de familia y al hijo mayor.

¿De qué iban a trabajar aquellos campesinos en la gran ciudad, donde no se araba, ni se sembraba, ni se recogía cosecha alguna y ni siquiera había ganado que cuidar?... De lo que trabajaban todos, de albañiles. Madrid se ampliaba y con la primera ola de prosperidad llegaban los sueños. Madrid se haría una capital moderna, orgullo y fachada del Régimen. Empezaba la era de los negocios a lo grande. Casi acabado el estraperlo conforme se iban acabando la penuria y el racionamiento, de sus cenizas surgían los especuladores de terrenos, dinero sucio que iba a rendir aún más entre contratistas, intermediarios, constructores... Pero esto era el principio.

Rafael y su familia acabaron al este de Madrid en un suburbio que existía por la sola voluntad de sus habitantes. Allí reinaban las chabolas, algunas casas apenas conformando rudimentarias calles, descampados, terraplenes, arroyos sucios y abundantes vertederos. Y dentro de ello familias legales y no legales cargadas de hijos, con trabajo y sin trabajo, asociadas al quinqui, menesterosas, de la estirpe del trilero, desahuciadas, huidas de nadie sabe dónde y sujetos marginados, desvaídos, misteriosos, pedigüeños; las cofradías de la mancebía también tenían su lugar en aquella babel de tres al cuarto.

Habitaron una estancia que compartía letrina, fogón, grifo y vertedero con otras adosadas para formar una especie de calle privada, con acceso único a todas, en la que no se atreverían a penetrar sino los iniciados en sus misterios. Dentro de la tónica general todavía podían decir que eran privilegiados pues su vivienda era de obra, con cubierta de tejas, verdaderas tejas y no chapas ni uralitas.

De allí todas las mañanas, ya instalados, salían los dos mayores hacia el tajo, al otro lado de la ciudad. Se llevaban algo para no desmayar y aguantar hasta la noche, suficiente. Y el dinero justo del tranvía y metro. Y los demás quedaban a su aire. Al principio procuró la madre ejercer cierto control con los críos chicos, no les dejaba alejarse del patio y estos obedecían más por miedo a lo desconocido que por estricta virtud. Rafaela, como mujer, se dedicaba a ayudar en la casa, recoger agua en el grifo, traer carbón, luego fue el petróleo, para el hornillo, largarse a buscar algo que comprar de los vendedores ambulantes que solían acudir por los alrededores.

Las relaciones con la vecindad pasaron pronto de la desconfianza a los contactos más abiertos y luego a la comunión de intereses. En una sociedad donde se comprende bien el valor de lo que se tiene, donde la dureza de lo cotidiano amenaza con hundir a las personas, es donde la solicitud del otro o la ayuda por párvula que sea son administradas sin rémoras ni condicionantes. Es una sociedad de supervivientes simbióticos donde cada uno forma cuerpo con los demás para presentar un frente común con visos de éxito. Y el patio adquiría vida propia, personal, característica y diferenciada de las chabolas de alrededor, sólo visible en ciertos signos y matices.

Los descampados iban decreciendo poco a poco acosados ya por las nuevas construcciones. Especie de barrios-colmena donde se alojarían los obreros y funcionarios que tuviesen el enchufe suficiente y eficiente para solicitarlos y el dinero para ir pagándolos.

Las chabolas iban quedando como zona señalada de gentes de mal vivir, donde la policía intervenía únicamente cuando las circunstancias lo exigían o las autoridades consideraban que había que dar un escarmiento. Cuando ello sucedía las consecuencias para los habitantes del barrio eran funestas. Se allanaban las humildes moradas con y sin órdenes de intervención, hubiesen o no personas en sus interiores y sin tener en cuenta en que condiciones se encontraban. Tomadas las callejas y rincones sólo quedaba aguantar el chaparrón, tratar de pasar desapercibido y luego recoger y poner en orden lo que habían tirado por todas partes.

Por eso procuraban, en un consenso de supervivientes, no dar pábulo a que sucediesen tales hechos.

El centro histórico y maltratado de la capital de España se irradiaba por sus barrios castizos y populares, los que habían sido retratados por zarzuelas costumbristas creando el tópico del madrileñismo que sólo era más un deseo que una realidad pero que todavía, en esos años de posguerra, tenía un poso de verdad entre las gentes que se aferraban a sus corralas, sus casas bajas, sus establecimientos tradicionales donde se encontraba de todo lo necesario para el alma y el cuerpo. Se ampliaba la capital en efecto a costa del deterioro de un modelo de vida y de urbanismo todavía clásico de poblachón manchego.

Las radiales arterias procedentes de la Puerta del Sol, centro kilométrico de las Españas, iban marcando las zonas en las que se alternaba el paisaje casi rural, con grandes descampados, con los colores rojos del ladrillo compacto de colmenares humanos y los ocres, mates y tierras de chozas y chabolas sembradas acá y allá.

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Copyright ©Mariano Valcárcel González, 2010
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Fecha de publicaciónMarzo 2011
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