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Un día, una bomba

Investigación

Mariano Valcárcel González
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Rafael —el otro se puso de pie, de un salto—, mire, cuando tenga tiempo, pero hoy mismo, se pasa usted por el cuartel, ¿vale?

—A sus órdenes mi sargento, ¿para qué?

—No, nada, sólo para charlar un rato...

Los que estaban sentados junto a él le echaron miradas contradictorias, por una parte se leía en ellas una incipiente acusación, por otra la consideración de víctima hacia el que van a interrogar. Porque lo que no se deseaba, lo que se temía con terrores casi agónicos era el ser citado al cuartel de la Guardia Civil. En cualquier pueblo o ciudad española.

Estaban muy cercanos los años de las persecuciones, delaciones, juicios sumarísimos en los que se vieron envueltos muchos ciudadanos y que aún continuaban en cuanto alguien se atrevía a gallear. No daba lugar a más, una llamada, unas tortas o una paliza en regla, según el pecado cometido y a la casa a pensárselo para otra vez. El mismo guardia que te había puesto la cara morada podía luego ir a beber a tu taberna o encargarte una cantarera de madera como si todo fuese lo más natural del mundo.

No le asustaba al asesino lo que pudiera pasar porque ya había meditado largamente todos los pros y los contras que le conllevaría el asesinato y ser interrogado entraba dentro de sus planes y tenía las respuestas bien aprendidas. Puso cara de no entender nada y no lo comentó con los presentes.

Mientras saludaba junto a los otros, con deferencia y servidumbre las más de las veces, a los que acudían o salían de allí, meditaba en lo que pasaría una vez muerto el dueño de casi todo el pueblo.

El heredero era un niñato al que habían mandado a estudiar alguna carrera como justificación y a la vez forma de revalorizarlo a los ojos del mundo local y daría poco de sí si lo dejaban a su libre albedrío. La viuda ya era otra cosa. Realmente ella había incitado al marido, cuando pudieron volver, a vengarse y a su vez aprovecharse de los que habían quedado en la zona roja «sin defender las cosas de su amo», como acusaba siempre. Intransigente, altanera, dura en sus dichos y hechos, la señora vivía entregada en cuerpo y alma a fortalecer su casa aumentando su poder económico y político como efectivos regidores de la vida local e incluso, pretendía, comarcal.

Llevaría el peso de las decisiones y las tomaría de forma drástica ya que se libraba del débil freno marital. Ahora sí que cambiarían las cosas...

Por lo pronto, pensaba el hombre, reduciría el número de peones, de servidumbre y les exigiría a los que quedaran más rendimiento. ¿Qué haría con él?... Ella lo odiaba (¿hasta adivinar lo sucedido?) pero a la vez era práctica y no despediría a uno de los mejores.

—Rafael... —el administrador le tocaba el hombro; se levantó y se quitó la gorra.

—Dígale a la señora que estoy aquí por si hago falta.

—Ya lo sé, gracias hombre; quiero decirte una cosa que ya he hablado con ella... Como estos días van a ser de mucho trajín y desbarajuste y se necesitará algo de tiempo para poner en claro todo esto hemos pensado que tú y tu familia os vayáis a la alquería y te haces cargo de ella y de la gente de allí hasta que vuelva la tranquilidad; mayormente porque se sigan realizando los trabajos —mientras hablaba le había hecho entrar al patio y lo conducía hacia donde él sabia que estaba el despacho.

—Pero es que el sargento me ha llamado al cuartel...

—¿Te ha dicho que vayas?, ¿por qué? —un gesto de desconocimiento fue la respuesta—. Deben de ser cosas del sargento pues tú no tendrás nada que ocultar... ¿O sí?

—¡Hombre, don Fulgencio!

—Vale, vale. Bueno, lo dicho, te vas en cuanto dejes tranquilo a nuestro sabueso; te doy una autorización escrita y firmada por si las moscas. Tendrás las manos libres para dirigirlo todo como gustes porque sé que tu experiencia no te fallará. Si hubiese algún problema mandas a alguien aquí y punto.

—¿Puedo ver a la señora?

—No, déjalo, compréndelo como está, va a tener bastante en estos días. Tú te organizas y te marchas. Ya le diré yo que estabas aquí. Hasta la vista.

Con el papel en el bolsillo salió Rafael sin creérselo. Era una situación que no había pensado y empezó a alegrársele el corazón, ¡volvía a ser como antes!

Llegó a la casa y puso a su gente a trabajar. Prepararon lo poquito que tenían que llevarse, puesto que allí en la finca había de todo lo necesario, algunos efectos personales, sábanas, las cosas de los chiquillos... Y el mulo.

Con la excusa de salir a gestionar lo del transporte pasó por la Guardia Civil. Cuartelillo en ruinas, casón en el que dominaba el verde de las humedades confundiéndose con el verde de los uniformes, de los capotes, donde se apiñaban los escasos números y sus numerosas familias. Hombres al servicio perpetuo de los caciques.

El despacho del comandante de puesto era un cuartucho destartalado con una mesa grande y vieja, en la que había una más vieja máquina de escribir, dos armarios, uno de puertas encristaladas a través de las cuales se veían tomos y libros grandes y el otro cerrado a cal y canto en el que se leía «ARMERÍA»; aparte de las fotos de ordenanza y de un sillón y tres sillas de brazo sólo sobresalía en él la figura maciza del jefe.

—¿Se puede mi sargento?...

—¡Pase, pase, Rafael!, siéntese ahí enfrente —el sargento jugaba a detective, pues tenía una hoja de papel y un lápiz encima de la mesa—. Voy a ir al grano Rafael, usted podría..., no, «tenía» motivos para matar a don Manuel ¿verdad?

—No sé a qué se refiere... ¿Por qué dice usted eso?

—¡Pues porque a usted le hizo una putada dejándole en la calle después de la guerra!

—Mire, ésas son cosas que le han pasado a muchos, usted lo sabe bien, y a otros peor, y no por eso se van cargando a todo el mundo; además, ¿qué iba a conseguir? Yo tengo mujer e hijos a los que alimentar... No, yo no he sido el que lo mató.

—Claro, claro..., no, si yo sólo se lo digo porque... ¿Dónde estaba usted la noche pasada?

—Quemando rastrojo, como todos estos días lo vengo haciendo, también lo sabe usted; estaba por Calaburras.

—¿Por Calaburras?, ¿y no notó nada raro por allí?, ¿no vio a nadie?, ¿y a usted lo vio alguien?

—Nada ni nadie; cuando terminé tomé el atajo y me vine al pueblo... Me vieron entrar, pregunte si quiere.

—¡Hum...! —anotaba cumplidamente—. ¿No se ve la carretera desde allí? —inquirió con intención.

—No, tenga en cuenta que las lomas la ocultan, aparte que queda distante de donde yo le digo.

—Pues hay gente que dice que lo vio por la carretera... —el sargento introducía el sabio principio de confundir al sospechoso con ciertas mentiras de presunta realidad y de poca base probatoria.

—¿Por la carretera?, pues no es posible, ¡pero si yo no estaba por ese lado y los que hablan eso son unos mentirosos y si me diera sus nombres le diría yo el porqué. Aún tengo algunos enemigos de cuando la guerra que me la están guardando. ¡Además que no, eso es imposible!

—La verdad es que nos venía bien el que alguien te hubiera visto en Calaburras...

—¿Pero cuántas veces he estado solo por esos campos sin que a nadie le haya

parecido raro?, ¿es que ahora por hacer lo que siempre he hecho voy a ser yo el único sospechoso?

—Bueno, comprenda que yo tengo que hacer esto no por nada, porque, se lo digo en confianza, creo que lo han asesinado bandidos comunistas pues se llevaron la pistola y dejaron joyas, pero el deber es el deber...

—Pero es que yo no he sido y no sé ni cómo lo piensa usted... Por cierto, ¿me va a llamar otra vez?

—¿Por qué?

—Porque me voy a la finca por un tiempo a cuidarla, se me ha ordenado por el administrador.

—¿Y eso?

—Dice que tendrán muchas cosas en que pensar y que es mejor que alguien se cuide de ella. La señora está de acuerdo.

—Pues si hasta la señora es conforme no seré yo quien le moleste más, váyase.

—Muchas gracias mi sargento. Adiós —y salió tan ancho por la puerta del cuartel.

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Copyright ©Mariano Valcárcel González, 2010
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Fecha de publicaciónDiciembre 2010
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