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El tardío vuelo de la avucasta

Física de sólidos

Dimas Mas
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—Mamá, yo soy muy feo, ¿verdad?

Desde que hice aquella pregunta, siendo yo de edad de nueve años, supe que el llanto es siempre una respuesta afirmativa; que las lágrimas nunca niegan, que siempre son una aseveración contundente. Yo no he llorado mucho, salvo en el seminario; pero aquel llanto de mi madre me ha marcado de por vida.

Quien dice el llanto dice, claro está, este cuerpo de mis tormentos cuya parte pública ha sido motivo de befa y escarnio en mi niñez y adolescencia, e imán de inquisitivas miradas descaradas desde entonces hasta hoy y como, sin duda, también lo será hasta que me muera.

No obstante, nunca guardé ningún rencor hacia mis padres. Al entrar en la universidad llegué a la conclusión de que mi fealdad era un signo singular de mi personalidad: mi modo de ser en el mundo. Tampoco, desde entonces, he rehuido jamás mi propia contemplación en los espejos. Y cuando salí del seminario me rapé la poblada barba que me ocultaba casi toda la cara. «Un acto de caridad hacia mis condiscípulos», me dijo el Director que sería cuando, en edad de tenerla, me sugirió que me la dejara crecer. Tenía razón. A pesar, incluso, de que tuviera que soportar desde entonces un nuevo alias, «misionero», que nunca fue de mi gusto.

Han tenido que pasar muchos años, y mi vida por muchos cambios y experiencias, para llegar a entender la risilla maliciosa que a algunos, los más apicarados, se les escapaba apenas se dirigían a mí, usándolo.

Lloré mucho, en efecto. Ni la caridad cristiana, que a todos nos obliga, fue capaz de evitar la repulsión que inspiraba a mis compañeros y profesores. A mí mismo me era difícil convivir con mi imagen: una constante mueca desgalichada en los labios de los demás.

«Para santo o para asesino» era el chistecillo cruel que más lágrimas me hizo derramar el día en que lo oí, recién llegado al seminario; quizás porque lo oí de labios de mi vecino de catre, Roberto H. El mismo a quien le escuché, años después, de letrina a letrina, una frase enigmática que dirigió a quien con él ocupaba tan reducido espacio y al que no pude identificar por serme su voz muy poco familiar:

—Que te la chupe Baal no debe de ser ni pecado, de tan poco gusto con que te correrías, ¿verdad?

—Calla y apura, apura... —respondió el otro casi en un susurro.

Me alivié tan rápidamente como pude y salí corriendo hacia la clase de la que me habían permitido salir. Corría espantado, aun sin saber muy bien por qué —o quizás no queriendo creer que fuera posible la imagen obscena que cruzó por mi imaginación. Yo era el único alumno al que dejaban salir al váter, como si mi rostro justificara por sí solo un desarreglo intestinal o vejigal inoportuno. En el aula, sólo el pupitre de Roberto H. estaba vacío. Había sido expulsado, me transmitieron por señas. Ello quería decir que se había hecho expulsar al mismo tiempo que el otro alumno para asistir a la cita concertada en los retretes. Baal era otro de mis apodos, y también lo sufrí con infinita resignación.

Aquella noche, después de que se apagaran las luces de la nave y el celador diera sus tres vueltas de rigor antes de instalarse en su habitación, contigua al gran dormitorio, Roberto se deslizó sigilosamente hasta la orilla de mi lecho.

—Antonio...

Me llamó. Y antes de que yo pudiera responder, después de girarme hacia él, pues estaba vuelto hacia mi otro vecino, sentí que su mano derecha se introducía en las sábanas y después bajo mi pijama, hasta alcanzar su objetivo: mis testículos. Mientras me los agarraba, dosificando a su voluntad la cerrazón del puño para graduar el dolor que me infligía, siguió hablando.

—Así que tenemos entre nosotros un pequeño espía, un posible chivato...

—No, Roberto, de verdad que no —protesté yo, y me los apretó con mayor fuerza que hasta esas palabras—. Que no —insistí.

—¿Y por qué has salido corriendo de las letrinas? ¿Qué has visto?

—Nada, no he visto nada.

—¿Qué has oído, entonces?

—Nada, tampoco nada.

Cerró más el puño. Una tenaza me parecía a mí.

—¡No seas mentiroso, Baal, mira que si te sorprende la muerte ahora mismo te condenas para siempre!

—Está bien —me rendí, con la fortuna de que a mi rendición se unió su magnanimidad. Tanta fue ésta que la tenaza se convirtió en una caricia: jugaba ahora con mis testículos como, ¡no se me ocurrió otra comparación, Dios mío!, el padre Venancio jugaba con dos huevecillos entre los dedos de su mano cuando, en cada celebración de final de curso, ejecutaba sus aplaudidísimos juegos de magia..., blanca, por supuesto.

—Adelante, ¿qué oíste?

Me costó comenzar a hablar. Tenía la boca seca, la garganta áspera y el corazón me latía como sólo el miedo había conseguido antes que me latiera de ese modo. Notaba, además, con un sonrojo que la oscuridad volvió invisible, que mi miembro se endurecía, que poco a poco se atiesaba, hasta quedar tan rígido y tirante como si quisiera escapar de mi bajo vientre y venírseme a la cara. ¿Por qué pensé entonces que a la boca?

—Vaya, vaya...

En el tono de la voz de Roberto H. había una clara intención humilladora. Por unos momentos me liberó los testículos y me agarró el miembro. Suavemente primero y más fuerte después, comenzó a tirar de él hacia arriba y hacia abajo. Yo reaccioné y quise impedir su tropelía, pero él volvió a agarrarme los testículos, ahora con tal fuerza que estuve a punto de dejar escapar un grito antes de perder el conocimiento. Él, de todos modos, para asegurarse la impunidad, ya me había amordazado con la mano que le quedaba libre.

—Venga, ¿qué oíste?, ¿vas a decírmelo o prefieres que te arranque los huevos?

Nada quedaba en su amenaza de la amabilidad malévolamente irónica de sus anteriores palabras. El tono agresivo, desgarrado y rufianesco de su expresión barriobajera logró amedrentarme. Muy lentamente me quitó la mano de la boca, sabedor de que, en efecto, iba a responder a su pregunta. Después de que lo hiciera, con esa ingenuidad de cervatillo huérfano que siempre me ha caracterizado, Roberto apenas logró contener la risa, a pesar de amordarzarse a sí mismo con una mano. La otra aún estaba sobre mis testículos, si bien, de nuevo, jugueteando dulcemente con ellos. Yo aún seguía empalmado.

—Te gusta, ¿eh?

No contesté. Me llevé las manos a la cara y comencé a sollozar quedamente. No era yo consciente de que mis sollozos fueran audibles, pero mi confusión físico-moral tuvo el suficiente volumen como para que mis lacrimógenas ondas amargas llegaran hasta los oídos del celador. Se personó éste junto a mi cama con una linterna y se interesó por mí. Apenas me enfocó la cara y yo me descubrí el rostro, apagó la linterna con la misma rapidez que si, perdido en la noche más oscura, hubiera enfocado gozoso hacia el rostro de un caminante y descubriera que se trataba de Belcebú, amigo, como se sabe, de los caminantes extraviados.

Amparado en la oscuridad, a salvo de cualquier susto, se sentó junto a mí y trató de consolarme.

—¿Qué te ocurre, Antonio?

—Nada padre, una pesadilla...

El celador me arropó paternalmente y, al alisarme el cobertor, tropezó descuidadamente con mi erección. No puedo asegurar que se santiguara, pero ése creo que fue el movimiento de su mano: como si espantara un mosquito.

—Rézale tres salves a la Virgen, hijo mío. Ya verás cómo ella te ayuda a vencer las pesadillas y te regala un sueño beatífico.

—Sí, padre.

Roberto H. ejerce hoy, supongo, su ministerio pastoral por alguna aldea de su León natal. En cuanto a mí, en adelante se leerá.

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Copyright ©Dimas Mas, 2005
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Fecha de publicaciónJunio 2006
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