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Ella sólo quería estar desnuda

Capítulo XV

El encuentro

Andrés Urrutia
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Hernán al fin se encuentra con Mara. Llega primero y pide un whisky para esperarla. Luego de unos diez minutos aparece ella. Tiene ahora el pelo más corto y ensortijado. No nos importaría como viste si no fuera que su vestimenta resalta sus formas y en ellas se está fijando Hernán mientras Mara se abre paso hasta la mesa.

Las primeras palabras son intrascendentes y obvias. Lo relevante es que ella tiene una mirada extraña, que a veces se pierde y que nunca se fija en nada. Sus pupilas no dejan de moverse y parecen átomos sin rumbo. Sus manos tampoco se detienen nunca y es en el instante de fijarse en ellas que Hernán piensa que toda la historia es absolutamente real. Llega entonces el momento de las preguntas importantes y la primera es el porqué de la confesión a que le ha sometido y la extraña forma de la misma.

Creo que la respuesta cae por su propio peso, le dice ella. Te he dado una desnudez que puedes conservar. No he ocultado nada, no me he guardado nada. He vencido hasta el pudor que nace del simple instinto.

Allí están, otra vez frente a frente después de tanto tiempo. Los ojos de ella siguen siendo átomos desorbitados y Hernán se pregunta interiormente si él pudo conducirla a ese estado.

Intenté verte en la clínica, dice, y recibe una sonrisa como prólogo a la respuesta. Lo sé, balbucea Mara. Por un lado quería verte pero también volver a jugar contigo.

No parece la misma persona que escribió la confesión. Los últimos escritos revelan la irónica seguridad de quien acepta su naturaleza; la persona que tiene ante sí sólo denota fragilidad y nerviosismo. Hernán vuelve ahora a pensar que quizá todo sea cierto excepto la simulación del suicidio y que frente a sí tiene a alguien realmente salvado por el azar.

Piden otra copa y no hablan. La beben y van acordando tácitamente dónde y cómo terminará la velada. Casi de común acuerdo y sin mediar palabra deciden ir a un hotel. Quiero ir a uno de ésos dónde se lleva a las putas, le dice ella sin ningún reparo. Eligen un viejo hotel en el otro extremo de la ciudad. Se encuentra en una calle pequeña y empedrada de la ciudad vieja y hace años debió de haber alojado a pudientes turistas; ahora se ha venido a menos y es un lugar donde llevar a las prostitutas que hormiguean por la zona. Podríamos describir la habitación pero basta con dos detalles para hacernos una idea completa de la misma. Tiene un ventilador de techo y las ventanas se cubren con esas celosías de madera que abren sus hojas en cuatro siguiendo el movimiento de los brazos al alejarse uno del otro.

Una vez dentro de la habitación Mara se desviste totalmente y le pide a Hernán que todavía no lo haga, que se siente en un sofá desvencijado y que si quiere encienda un cigarrillo. Hernán acepta y entre tanto ella abre su bolso, extrae del mismo una cajita con agujas, una venda y cuatro cuerdas, y los acomoda prolijamente sobre la mesa de luz. Hernán, sin decir palabra, la mira disponer los objetos. Entre ellos ve una vela, y ella le explica que le gusta sentir la caída del sebo caliente sobre su piel. Luego de esas breves palabras ella misma se coloca la venda en los ojos y se arrodilla al borde de la cama, lejos de Hernán que continúa fumando en el sillón. Bañada por una luz mortecina Mara es una mujer desnuda y ciega, arrodillada a la espera de su suplicio, a la vera de una mesa sobre la cual están dispuestos los instrumentos que se usarán sobre su cuerpo. La cama se le figura a Hernán como una mesa de tortura. Mientras contempla la escena comienza a diluirse en él el temor a una treta. Es consciente de que fue él quien eligió el hotel, con lo que descartó toda posibilidad de que Julia irrumpiera en el mismo alertada por la hermana alcahueta de su acompañante. Por otra parte, el espectáculo que tiene ante sí no condice con la idea que él tiene de una loca vengativa. Se trata de una mujer inmóvil y jadeante, a la espera de ser presa de alguien. Ya las manos no le tiemblan y no puede ver si sus ojos continúan moviéndose de un lado a otro pero intuye que están apacibles bajo la venda que los cubre. Más bien aparenta ser una mujer enjaulada en su perversidad, una mujer que no puede vivir sin ella ni sin el hombre capaz de seguirle el juego. Se convence entonces de que lo que busca es meramente vivir la situación.

En esa posición permanece por casi veinte minutos. Nada dice ni pide; apenas su respiración se hace más jadeante y continua a medida que transcurre el tiempo, como si con él creciera su excitación. De pronto Hernán se levanta y se acerca a ella. También sin decir palabra examina la mesa de luz y se apresta a decidir por dónde comenzará. No obstante, antes de ello y procurando no hacer ruido alguno, aprovecha la voluntaria ceguera de Mara y no resiste el revisar rápidamente su bolso, pues aún guarda una pizca de temor de que pudiera ocultar un arma. No encuentra nada y por lo tanto aventa cualquier sospecha definitivamente y se tranquiliza. Ahora todos esos temores y conjeturas le parecen ridículos y vuelve su atención hacia la mujer de rodillas que tiene ante sí. Ella presiente que él está en la etapa de la elección, sabe que está examinando los instrumentos y su jadeo se hace más intenso. Comienza a excitarse con esa visión y entonces le ordena ponerse de pie e inmediatamente extenderse boca abajo en la cama. Sumisamente Mara se pone de pie y cumple la orden en silencio.

Luego de la sesión los pezones de Mara lucen hinchados y rojos, tiene marcas que circundan sus muñecas y cruzan su espalda con una simetría que a Hernán le parece hermosa. Ya no fueron golpes simulados sino reales azotes los que surcaron su cuerpo. Dice que no puede sentarse debido al dolor, y mientras limpia el orín y el esperma en el piso luce feliz. Hernán la mira desde la cama y la escena se desarrolla en silencio. Todavía tiene sangre en sus muslos y nalgas, sangre seca y oscura que cubre múltiples picaduras. Cabría entonces preguntarse en qué piensa cada uno.

Hernán lo hace en el cuerpo desnudo de Mara, lo imagina en manos de otros hombres y siente celos. Reconstruye mentalmente los momentos de pasión vividos. La vuelve a ver retorciéndose en la cama bajo los golpes, vuelve a escuchar el ruido seco que hacía el cinturón cayendo sobre su espalda desnuda, los gritos de placer y dolor extrañamente mezclados. Se recuerda a sí mismo como una máquina al principio temerosa. En su mente aparece nuevamente Mara jadeante y tremendamente excitada pidiéndole luego de la golpiza que la pique con las agujas que ella misma había cuidadosamente dispuesto en la mesa contigua. Tímidamente comenzó a punzarle las piernas y los brazos. A medida que brotaba la sangre presentía que esa mujer estaba acercándose al éxtasis, era como si todo su cuerpo pidiera esas penetraciones que multiplicaban su placer. Había descubierto una nueva forma de hacer el amor. Inmediatamente vuelve a Julia y no puede evitar una sensación de culpa. Mara piensa que el vivido es el primer encuentro en mucho tiempo que ella decide y provoca. Sabe también que puede provocar otros porque está dando el espectáculo deseado. Arrodillada, desnuda en el piso, se siente abarcada por la visión de Hernán y sabe que todo pierde importancia ante la imagen que representa.

Ahora, mientras se visten, vemos la puerta de la habitación cerrada. La vemos desde dentro de la pieza. Es una puerta de madera color verde cruzada por grietas y cuya pintura se descascara. El picaporte es de hierro y tiene manchas negras.

Esa puerta es importante porque ahora va a abrirse, va a emitir un sonido agudo al girar sobre su eje y va a dejar ver un pasillo mal iluminado, del mismo tono verde y de cuyas paredes la pintura también se abre como un papel ajado. Sí, esa puerta es importante porque al atravesarla Hernán y Mara se precipitarán al final de su historia. Y ello porque es aquí, en este preciso momento, que la historia podría tener diversos finales posibles pero ninguno sería realmente un final.

Porque podría suceder que Hernán permaneciera con Julia y no volviera a ver nunca más a Mara y sin que supiéramos más de ella o nos enteráramos que al fin se suicidó o que intentará hacerlo constantemente con el fin de repetir la historia. Esto último nos conduciría a un final cíclico, a una especie de eterno retorno.

Podría ocurrir que Hernán continuara usándola como ella pretende, sometiéndola a toda clase de humillaciones ahora para ocultarla de Julia, y en ese caso nada sería tampoco sustancialmente distinto de lo hasta aquí relatado.

No podemos descartar tampoco el que Hernán abruptamente abandonara a Julia y se consagrara en exclusividad a su esclava voluntaria. Pero ya conocemos las necesidades de ambos y aparece hasta probable que fuera Mara la que llegara a forzar una nueva ruptura.

Es obvio entonces que todos estos finales nos llevarían de vuelta al comienzo. Para que así no fuera deberíamos imaginar un final absurdo, algo que nos demuestre la futilidad de los esfuerzos. Algo así como que al salir del hotel Hernán y Mara son atropellados por un conductor ebrio y quedan tendidos sin vida en la calle.

Existe sin embargo una última carta que le da a la historia su significado trágico —aunque no su final— y que es el motivo de situar a Mara en un lugar de privilegio en aquel catálogo de perversos vernáculos de que hablábamos al comienzo de nuestra crónica. La existencia de esa carta ya nos permitiría eliminar la posibilidad de alguno de los posibles finales. Hasta llegar a ella todo parecía un caso de obsesión inofensiva, salvo por supuesto para el obseso.

Me figuro que luego de aquella salvaje y atropellada sesión en el hotel, Hernán regresa a su hogar sin imaginar el sobre que encontrará a la mañana siguiente en su consultorio y que le descubrirá la terrible opción a que se enfrenta.

Mi amor:

Seguramente te sorprenderá esta nueva carta, pero hago fe en que mucho más te habrá de sorprender su contenido.

Lo he escrito la misma noche de nuestro reencuentro, mientras esperaba el ómnibus en la terminal donde gentilmente me dejaste pese a que íbamos hacia el mismo lugar. Debo decirte previamente que gocé todos y cada uno de los dolores que me prodigaste anoche y que espero revivirlos pronto. Pero vayamos ahora a nuestros asuntos.

No voy a ocultarte que aguardé algún tipo de propuesta de tu parte para saber a qué atenerme, como tampoco habré de ocultarte que estaba convencida en lo íntimo que ella no se produciría. Hace tiempo que había planeado el contenido de esta carta. Casi diría que ya estaba escrita en mi memoria y por esa razón la plasmo en el papel sin mayor esfuerzo. Comencé a imaginarla en la clínica ya antes de escribir la primera línea del primer envío que te hice.

Es éste, por otra parte, el único de mis escritos cuyo contenido es totalmente desconocido por mi hermana, y esto deseo que conste expresa y claramente por si resuelves usar públicamente esta misiva.

Y debo decirte ahora que esta carta es literalmente la confesión de un crimen, y como tal puedes utilizarla según te lo dicte tu leal saber y entender, aunque creo que sólo tendrás dos formas de proceder y por cierto te daré la opción. Ya te había dicho que muchas veces me pregunté cuál sería el delito que me devolviera a merced de mi carcelero. Pues esa metáfora ha dejado de ser tal para tornarse cruelmente real.

Pues bien, creo recordarás que en mi última carta te conté que llegué a pagar a un hombre que me hiciera revivir nuestros paraísos. Luego de varias visitas no logré resistir una tentación que desde el principio me provocaba su enorme mazo. El ancho de su tronco era el doble del de su glande, y con sólo contemplarlo me deleitaba imaginando el dolor que me causaría ser sodomizada con ese gran puño. Junté coraje, y atada boca abajo a la cama, de pies y manos, entró en mí cual un taladro destructor y caliente. Aturdida por mis propios aullidos de dolor no me percaté que el preservativo se rompía y su fluido corría por mis entrañas, llevando en él la tan temida enfermedad. Fue ese hombre quien me contagió el SIDA. A los pocos meses tuve la confirmación de los análisis y ése fue el fruto de mi última cita con él.

Y he aquí lo que faltaba para corolar mi plan. Al principio me desesperé y me aterre ante la noticia, aunque lo sospechaba. Luego, poco a poco, comencé a percibir que mi enfermedad podía convertirse en mi instrumento y entonces llegué a considerarla como una bendición. Al recurrir a esa parodia del suicidio sabía que existía la posibilidad real de que termináramos en una habitación de hotel. Sabía que haríamos el amor y que confiarías en mí. Había planificado contagiarte mi enfermedad; había pensado provocar un encuentro tras otro si hubieras tenido la precaución de cuidarte esa primera vez. Pero como no la tuviste sospecho que ya no es necesario continuar fingiendo.

Te estarás imaginando que mi acción fue motivada en una sencilla sed de venganza y no es así. Muy por el contrario, mi móvil fue y será reconstruir nuestros lazos, y ahora tenemos uno que a la vez que nos aísla de los demás, que nos veda vincularnos a los sanos, consolidará una unión fundada en nuestra común tragedia. Tu opción es volver a mí o aislarte. Como comparto tu destino soy tu única posibilidad de una vida feliz. Sugiero que más que preocuparte, te deleites en imaginar tu nueva vida conmigo, en diseñar nuestras noches y planear próximas diversiones. Sabes bien que todo lo anterior era un juego pueril comparado con mis actuales y refinados gustos. Percibí claramente como tu papel se posesionaba de ti, como cumplías a la perfección el rol que necesito de un hombre. A veces te he imaginado como una máquina, como mi máquina de provocar dolor. ¿Recuerdas aquel cuadro de Giger donde una de sus metálicas mujeres aparece sentada en una silla-máquina que la atenaza e introduce un metalizado tentáculo en su boca? Bueno, me he figurado que inventaba una suerte de máquina similar aunque sus atributos estaban ideados por mi mente y seguramente no por Giger. Podía utilizarla al compás de mis deseos. Se trataba de una cavidad del exacto tamaño y forma de mi cuerpo de pie que me atenazaba, inmovilizándolos, brazos y piernas. La cavidad sólo cubre y contornea mis perfiles. A mi frente y a mi espalda hay tableros con huecos circulares. Antes de entrar a la máquina aprieto un botón que la programa en tiempo (puedo elegir usarla quince minutos, media hora o aún más) y ella misma combina el orden de sus atributos, por lo que no siempre repiten la misma secuencia. De éste modo nunca sé qué tentáculo saldrá primero de los huecos y cual le seguirá. De dentro de esos huecos negros, a mi frente y a mi espalda aparecen diversas sorpresas. Sale un tentáculo y me pica con una diminuta aguja, otro me quema, otro me castiga, otro me penetra. Cumplido el tiempo programado la máquina se detiene y libera mis brazos y tobillos. Quiero que tú seas esa máquina y yo tu inventor.

Te estoy ofreciendo la posibilidad de una vida (¿o debería decir «sobrevida»?) excitante. La elección, como siempre, es tuya. Y tanto lo es porque puedes utilizar esta carta como prueba de mi delito y denunciarme, arrojarme por algún tiempo a la cárcel y cargar a cuestas con tu soledad y tu aislamiento. Cualquiera de ambas opciones es válida para mí, pues no dejo de pensar que sería excitante vivir por algún tiempo la experiencia de una prisión real, recibir órdenes y callar. No obstante, yo en tu lugar ajustaría este lazo invisible que nos une. ¿Sabías que aún tenemos largos años por delante?

Por último, quisiera contarte una cosa más que estoy segura ayudará a que tomes tu decisión. Tengo que probarte que mi acto está en las antípodas de la venganza, y ello va de la mano con que conozcas la profundidad de mi adoración hacia ti. Existiendo ésta de la manera que existe, aquélla es mentalmente imposible, son dos sentimientos incompatibles e incapaces de sobrevivir juntos. De todo lo que te he contado guardé un único episodio para este momento porque estaba segura te habrá de conmover. Te he dicho también en una de mis cartas que para llegar al límite de la esclavitud te faltó preñarme, decidir mi aborto y yo obedecer. Y bien, ésa es una verdad a medias, pues yo di un paso más, me acerqué un poco más al borde del límite.

Cuando te enteraste que por primera vez luego de que me abandonaras salía con otro hombre y te propusiste recuperarme supe que había quedado embarazada de él. No se lo dije y tomé la decisión de abortar. Lo hice esperanzada en que tu regreso, tus juramentos de amor y mi perdón prometían una nueva vida para nosotros y ese hijo conspiraba contra esa posibilidad. Ese hijo me ataría a su padre cuando tú volvieras a aparecer en mi vida. Tomé esa decisión imaginando que tú me lo estabas ordenando y yo obedecía en silencio. Durante una semana me repetía esas palabras que te había asignado. «No quiero ese niño», me decías una y otra vez. «Mátalo y me tendrás», agregabas enseguida. «Mátalo y me tendrás». Eso me daba la fortaleza suficiente, el valor necesario para tomar una decisión definitiva y encaminarme a cumplirla. Prácticamente sumergida en esa alucinación fui a una clínica y maté a mi hijo pero no sentí dolor ni culpa; sólo sentí la liberación de un peso que podía alejarme de ti. Ni siquiera tenía la certeza de recuperarte, carecía de toda seguridad acerca de la sinceridad de tus promesas, pero la sola posibilidad de que te alejaras para siempre podía más que mi instinto de madre. Llegué a pensar que aun cuando no reanudáramos nuestra vida en común, un embarazo me impediría estar disponible para ti, me impediría ser un objeto para tu uso o tu desprecio, y entonces lo maté. Cierto es que a veces pienso en el padre de esa criatura. En algunas ocasiones siento pena, y me parece increíble tener ese sentimiento por él y no por la vida que trunqué. Me consuela empero la mentira, me reconforta que él nunca hubiera ni siquiera sospechado los extremos a que entonces fui capaz de llegar.

Ahora sí sabes todo de mí y ahora sí estás en condiciones de tomar la decisión que te parezca más acertada.

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Copyright ©Andrés Urrutia, 1999
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Fecha de publicaciónDiciembre 2001
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