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Apuntes del verde

Poeta Local

José Preciado
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El Poeta Local, orgullo de una comarca ágrafa y futuro cortador del bacalao literario de la naciente autonomía, desaparecía a intervalos regulares por debajo de la línea de flotación de la barra del Círculo de Artesanos. Cándido, el repostero de la Sociedad, apoyado en la máquina del café, fumando un cigarrillo, contemplaba interesado y divertido las sucesivas inmersiones de nuestro aedo.

—De ésta ya no se levanta —profetizaba el barman a los epígonos del Poeta, que, más moderadamente, lo acompañaban en tan lamentables alturas de la madrugada. Pero el Mallarmé de la provincia, contumaz como pocos, emergía de nuevo, sudando el alcohol que desde las diez de la noche había ingerido con lírica urgencia, para repetir un octosílabo:

—Ponme un Sol y Sombra, Candi...

A lo que el repostero, más técnico, contestaba siempre con un eneasílabo dactílico agudo:

—Ya sólo se sirve café.

Rota toda esperanza con Cándido, y tras su última desaparición, el rapsoda submarinista prefirió balbucir un versículo:

—Pues el café se lo pones mismamente a tu madre.

Días después, en otra barra, el Poeta, con impostado orgullo de bohemio, nos contaría que, en la madrugada del Año Nuevo, cuando ya clareaba la fría aurora, había sido arrojado, con necio desprecio y furia fascista, por el iracundo repostero, a la fría calle, desde la pútrida Sociedad.

A veces íbamos a su casa, pues el hermano de Paco «el Bala» se contaba entre sus seguidores y al Poeta le agradaba tener público de refresco. Nosotros acudíamos por curiosidad, porque iba gente mayor, y eso parecía elevarnos en el escalafón cronológico, y porque de vez en cuando caían un poco de DYC y algún porro. Vivía el bardo con sus padres y tenía su morada en la planta alta de la casa. Presumía de que la mitad de los libros que llenaban una pared de su habitación los había ido robando en sus viajes a Madrid. Y nosotros, impresionados por lo que nos parecía una imponente biblioteca, suponíamos que los libreros de la Villa, desde la Cuesta de Moyano a la calle de San Bernardo, conocerían y temerían a nuestro versificador, lo cual nos llenaba de orgullo patrio.

El Poeta nos leía versos propios y de Cavafis, que era homosexual y griego, entre los vapores del hachís y los acordes del Ummagumma.

—¡Qué bonito es eso, tú! —decía siempre la Pepa, una acólita, tras cualquier cosa que él hubiera leído.

—Y es que tiene su sentido profundo —apostillaba igualmente el hermano de «El Bala», autorizado por razón de sexo a superar la frontera del adjetivo bonito y a adentrarse en los mares de la trascendencia.

El vate local, cuando conocía de memoria algunos versos, probablemente suyos, los recitaba con ojos cerrados y eses sonoras. En tales casos no había comentarios, y las densas notas de los Pink Floyd ponían el acento metafísico sobre el silencio de la concurrencia.

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Copyright ©José Preciado, 1996-1998
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Fecha de publicaciónEnero 1999
Colección RSSEl tiempo recuperado
Permalinkhttps://badosa.com/n045-04
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