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Esplendor y caída de El Torito

Xavier B. Fernández
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaSunset Blvd, Hollywood
[Charles Ledoux, French bantam weight boxer]  (LOC)

Pues sí, mi cuate, ese güey del retrato, el del pinche bigotito y el calzón de box, es El Torito, el más charro y más pendejo de todos los mexicanos que cruzaron guantes en los rings de los United States. O, mejor dicho, ése era El Torito, que ahorita ya no, ahorita vuelve a llamarse Ramón, el nombre que le puso su mamacita, y no es más que un güero como tantos, y más desgraciado que muchos... Pero no adelantemos acontecimientos, mano, que las casas se comienzan por el basamiento y las historias por el principio. Yo te cuento su historia, mi buen, tú ya verás.

De buen principio Ramón no era como le ves ahí en la foto, tan repeinado y tan reputo, que hasta en mero retrato parece que güele a colonia de lavanda y a pomada para el pelo. No, de buen principio, o sea cuando chamaco, Ramón era no más que el hijo de un güero peón que gastaba suela de huarache entre San Luis Potosí y los altos de Jalisco, trabajando en los campos de amapolas o en la recogida de la fruta o en lo que Diosito santo proveyera. Y cuando Diosito no proveía nada, a chingarse y a pasar hambre, él y toda su familia, que entre mujer, hijos, cuñadas y abuelos, sumaban casi veinte bocas, mi buen.

Ramoncito llevaba camino de ser como su viejo, eso que ni qué. Nomás un culero, un ojete, un pendejo peón muerto de hambre. Pero él no se conformaba, compadre, él tenía otra idea metida por los talayates. Así que después de cumplir los dieciocho no lo pensó más, les dijo adiós a sus famélicos viejos, a sus famélicos hermanos, a sus famélicas tías y a sus fameliquísimos abuelos, se juntó con unos carnales y con ellos se fue p’a la otra orilla del Río Grande, a buscarse las chances a Gringolandia. Y como tantos otros compadres, entró en la tierra prometida por McAllen, Texas. De poco fue que no le pillase la Border Patrol y le enviara de vuelta por la frontera de Tijuana, pero Ramón pudo hurtarles el cuerpo a los polis gringos, tanto a la Patrol como a la Migra, y trabajando un poco por acá y robando otro poco por allá, fue siguiendo su camino hasta llegar a Los Ángeles, California.

La vida es chingada cuando eres espalda mojada, mano. Sólo puedes conseguir los trabajos más chuecos, y encima por cuatro pesos, aunque te los paguen en dólares. En Los Angeles, muchos compadres laburan de criados para los gringos ricos, los que viven en Santa Mónica y Beverly Hills, y hasta en el mero Hollywood, el de las películas. Ése fue también el destino de Ramón, aunque primero pasó mucha hambre, y hasta tuvo que hacer de puto en Sunset Boulevard. Pero un buen día un compadre le consiguió un puesto como jardinero de una vieja mansión de las Hills, donde vivía retirada una vieja piruja que había sido una famosa actriz cuando el cine era mudo.

A Ramón el trabajo como jardinero sólo le duró un par de días, porque al tercero su patrona, que se pasaba el rato tomando dry martinis junto a la piscina mientras le contemplaba podar los setos a camisa quitada, le hizo pasar p’a dentro, p’a que le podase el seto de entre las piernas, que lo tendría viejo pero aún era guerrero. Hay que decir que Ramón, de joven, era rechulo de cara y de cuerpo, ya lo puedes ver por la foto.

Pues como te digo, a partir de entonces no volvió a tocar las tijeras de podar, porque la patrona no quería que le salieran callos en las manos, qué pena, tan rechulas como eran. Y a partir de entonces Ramón, cuando no estaba dándole jarabe de verga a la vieja, se pasaba las horas muertas sorbiendo san franciscos al lado de la piscina, o manejando en descapotable por Sunset Boulevard, el sitio donde no hacía tanto se había dejado mamar la verga por reinotas como el mero Rock Houston a cambio de unos pocos dólares para pagar la cama y los frijoles.

Enseguida le tomó el gusto a eso de hacer de gigoló, y como a todos los de ese gremio le entró la manía de cuidar mucho la imagen y la ropa. Empezó a lucir sacos de colores pintones y camisas de seda con estampados pinches, bien abiertas de pechera para enseñar la cadena de oro, gruesa como para amarrar un barco, que le había regalado la vieja, como quien le regala un collar a su perro faldero favorito. Los pantalones los llevaba siempre bien prietos, para lucir la herramienta de trabajo, y se peinaba la mata con litros de brillantina. Hasta dormía con un rulín puesto, para que le quedase bien formadito el requetrún sobre la frente. Se dejó crecer las patillas y ese pinche bigotillo a lo Errol Flynn que luce en la foto, y para mantener el físico en buen estado, que en su nueva profesión era importante, empezó a ir regularmente a un gimnasio, donde practicaba el box. Y, mira tú que chingaderas tiene la vida, un día entró en ese gimnasio la mera Mae East. Entonces ya estaba viejota, pues te estoy hablando de los años sesenta, pero aún era una hembra de gran pechonalidad, tú me entiendes, mano. A la Mae le gustaban un chingo los boxeadores, y de tanto en cuanto hacía alguna excursión por los gimnasios buscando carne cruda que llevarse a la boca que no tiene dientes. Y pasó eso mero que estás pensando, mano, que vio a nuestro Ramón haciendo punch y pensó: «Ese machote es para que me lo coma yo todito», y aquella misma noche Ramón cambió de patrona. Y tan contenta quedó la Mae con su nuevo boy, que en vez de darle puerta al día siguiente como era su costumbre se lo quedó de mascota, y lo llevaba a las fiestas, y presumía de sus maravillosas cualidades con sus amigas siempre que tenía chance, y... en fin, que al poco tiempo Ramón se convirtió en el visitacoños más solicitado de todo Hollywood.

Te puedes imaginar que Ramón vivía a toda madre, y podría haberlo alargado hasta cumplir los cuarenta y cinco por lo menos, y entonces retirarse forrado de dólares, pero la hija de la gran chingada de la West le convenció para que se dedicase al box como profesional, y ahí la cagó. Porque él sabría usar la verga como nadie, pero con los puños era un mero paquete. Bailaba bien en el ring, eso sí, pero nada más: no tenía fuerza en la pegada, y siempre andaba más preocupado por defender la carita de los golpes que por atacar. Y, lo más importante, le faltaba la mala leche que necesita un buen boxeador. Había tenido una infancia pobre, pero no dura, o cuando menos no tan dura como la de Rocky Marciano, o Sugar Ray Robinson, o Jake LaMotta, o Héctor El Macho Camacho. Además, la vida en las camas de las stars de Hollywood y en las playas de California le habían vuelto blando, muy muy blando, requeteblando. Entonces, claro, cuando se enfrentó a un boxeador de veras pasó lo que pasó: pero eso te lo contaré al final. Antes tengo que explicarte cómo fue la carrera de Ramón en el mundo del box.

Para iniciarlo, Mae East le presentó a algunos amigos suyos de la Mafia, antiguos culeros de Lucky Luciano que tenían locales de espectáculos en Las Vegas y Miami. Esos tipos serían gángsters pero no eran tontos, y enseguida se percataron de la blandura de Ramón, pero como tenía buena imagen y podía atraer público lo mismo le dieron la chance, y le lanzaron a la fama con combates amañados. Le subían al ring, le ponían delante viejas glorias tan sonadas que tenían que usar pañales como los bebitos, porque se orinaban encima igual que ellos, o güevones recomidos por el alcohol o las drogas o todo a la vez, que hacían tongo por unos pocos dólares. Aquellos combates fueron todo pura pendejada. Pero eso tanto daba, lo importante era ofrecer un buen espectáculo. Y El Torito, la verdad es que lo daba. ¡Híjole si lo daba! El apodo creo que se lo puso la misma Mae, aunque no es que sea nada original: a los gringos siempre les ha dado por llamar el toro esto o el toro aquello a todos los boxeadores de origen latino. Hasta uno que vino de la mera España para pelear con Joe Louis y que se llamaba Paulino Úzcudun, le pusieron en los carteles como el Vasque Bull, el toro vasco. Ramón fue El Torito, no más, sin apellidos. Quizá porque no era ni muy alto ni muy corpulento: era un peso medio de lo más medio.

Las entradas en ring de El Torito eran lo mejor del combate. Segundos antes de que apareciera, unos mariachis atacaban las primeras notas del Cucurrucucú Paloma, y enseguidita aparecían por la puerta de camerinos dos chamacas muy chulas nomás vestidas con un bañador requetecorto, un sombrero texano y unas botas charras. Una llevaba en las manos una cabeza de toro disecada, dicen que uno de los que lidió Manolete cuando se vino a Ciudad de México. Seguro que le costó sus buenos pesos a El Torito. La otra llevaba una jaula con palomas blancas, y a medio camino del ring las echaba a volar por encima del público. Entonces los mariachis cambiaban el Cucurrucucú Paloma por una versión de Bésame mucho a ritmo de ranchera, y por fin entraba corriendo por el pasillo El Torito en persona, atusado y repeinado y envuelto en un batín de seda estampado como la piel de un jaguar. ¡Mano, cómo rugía el público entonces! A sus combates no iban hombres apenas, casi todo eran mujeres, atraídas por la fama de pichabrava que circulaba de boca a oreja por las peluquerías y las tiendas de moda de Los Angeles. Y cuando El Torito se quitaba el batín y enseñaba el torso brillante de aceite, el local se venía abajo. El resto era ballet. El Torito siempre ganaba por K.O. sin que se le saliera de sitio ni un solo pelo.

Pero un día le pusieron delante al mero Jake Raging Bull LaMotta, el famoso Toro Salvaje de Brooklyn. Entonces el Bull iba ya muy de capa caída, le había crecido un barrigote que se le escapaba por encima del elástico del calzón y había perdido su última oportunidad de arrebatarle el título a Sugar Ray. Pero aún era el Bull, mano, aún era el Bull.

Fue en 1965, en el Miami Hall of Fame. Hicieron mucha propaganda, pegaron por todas partes carteles donde ponía El Torito contra El Toro y otras pendejadas parecidas. El combate empezó como siempre, con los mariachis, el Bésame mucho, el toro de Manolete y el batín de piel de jaguar, y las mujeres mojaron las bragas como siempre cuando El Torito se quedó en calzón corto, pero el resto fue una puritita carnicería. Al Bull le costó colocar el primer golpe, porque El Torito seguía siendo un buen bailón y a él le estorbaba la grasa de la cintura, pero una vez empezó ya no paró: el primero lo recibió El Torito en toda la madre, lo dejó medio aturdido y le quitó las ganas de bailar, y a partir de ahí le llovieron los jabs, los swings y los crochets desde todos lados. Dicen que la sangre y los cachos de diente sal picaron hasta la cuarta fila. Yo no lo puedo asegurar, porque estaba en la primera, y ahí sí que doy fe que llovieron. Hay que decir a favor de El Torito que le aguantó al Bull los ocho asaltos como un macho, pero cuando se lo llevaron del ring a rastras no lo habría reconocido ni su mamacita: daba miedo mirarle la cara.

Ahí acabó la carrera de púgil de El Torito, y la carrera de gigoló de Ramón también, porque con aquella cara que parecía una enchilada las gringas ricas que antes se peleaban por él le olvidaron tan deprisa como olvidan un tampón sucio después de tirarlo por el retrete. Y los gángsters, ni te cuento. Entonces, como en los United States ya no se podía ganar la vida, volvió a cruzar el Río Grande y fue a instalarse en el DF, con lo puesto, porque el muy pendejo no había tenido la precaución de hacer un guardadito de billetes cuando las vacas gordas, para cuando las vacas flacas. Retornó a la patria más pobre que cuando la abandonó, porque se fue sin plata y volvió sin plata ni dientes.

Y aquí se acabó la historia, mi cuate. Si quieres saber más cosas de El Torito, vete al DF y busca una cantina muy chueca que se llama El Torito. Entra y checa el interior. Verás en la pared, detrás de la barra, una foto enmarcada como ésta, y en una de las mesas del fondo, un peladito viejo y refeo haciendo durar una cerveza Coronita. El dueño de la taberna le da un plato de frijoles y le deja dormir detrás del mostrador a cambio de limpiar la letrina, barrer y renovar el serrín del suelo. Ese peladito del rincón es Ramón El Torito, mi cuate. Ve a echar un verba con él. Invítale a una botella de tequila José Cuervo, y ya verás qué deprisa se le suelta la lengua. Al pronto te contará historias de cuando manejaba carros de mucha madre por Sunset Boulevard y cogía con todas las grandes actrices de Hollywood. Y cuando haya bebido suficiente, echará una lagrimita por el único ojo que le queda sano y te contará con orgullo y pena su mayor hazaña: cómo le aguantó ocho asaltos a Jake LaMotta en el Hall of Fame de Miami. Y todo será la puritita verdá, mano.

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Copyright ©Xavier B. Fernández, 1991
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Fecha de publicaciónJunio 1998
Colección RSSEl tiempo recuperado
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