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Del agua nacieron los sedientos

Capítulo IX

La oración tiene poder

V. Pisabarro
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Hubo de pasar mucho tiempo para que se escuchase la última murmuración acerca de las extrañas circunstancias en que acaeció la muerte de Rosarito. Entre tanto, unos opinaban que el motoconchista era su amante y que decidió matarle y suicidarse enloquecido por los celos; otros que le mataron por incumplir compromisos en el turbulento comercio de las drogas; que si le asesinó uno de sus desesperados acreedores, que la mafia canadiense... En fin, se especulaba con todo menos con un accidente. Gracias a Dios, ni a Damián ni a mí nos enredaron en tan desagradable asunto; no así a Chichi, por sus conocidas relaciones sentimentales con el finado. Estuvo preso durante dos días, después le soltaron a pesar de ser el sospechoso número uno en la muerte, sobre todo por ser el único beneficiario en el testamento de Jossie. Heredó todo: terrenos, hoteles y demás negocios de su antiguo amante. A Damián igual que a mí nos dio una buena cantidad. ¿A cambio? Nuestro silencio; no desenterrar al muerto.

A mí me lo entregó en la misma casa por donde ese pérfido y yo correteamos despavoridos huyendo de Rosarito. Ya se hizo señor en ella, exhibiéndose con vana ostentación en sus dominios, sin que le afectaran los remordimientos para ocuparla ni para disfrutar de otros privilegios conseguidos tan infamemente. Más amaricado que de costumbre, trataba de aparentar una fina elegancia de joven millonario. Aparte de las variadas cadenas de oro en su cuello, sólo llevaba puesto un batín chino de color amarillo con un dragón rojo bordado en la espalda. Forzando mucho la pose preparó unos tragos y al entregarme la copa percibí el agobiante olor de su perfume. Nos sentamos en el porche frente a frente, en unos mullidos sillones tapizados con una tela que imitaba manchas de leopardo. Tomó un sorbito de su menta, después, suspiró ese carnicero con el deliberado propósito de aparentar delicadeza, poniendo la punta de los dedos de su mano izquierda en el pecho dijo:

—Quiero hablar contigo, Fran; debo advertirte; te aviso para que te cuides. Damián no juega limpio contigo; bueno, ni contigo ni con nadie. A mí ya me importa poco todo; soy millonario y ahora puedo decir lo que quiera. ¿O.K.? El dinero lo arregla todo, ¿O.K.? Por el dinero estoy hablando ahora contigo, si no estaría pudriéndome en una apestosa cárcel por degollar al viejo. Me simpatizas, Fran. Mira, te voy a contar la verdad: esa noche entramos a buscar drogas, no dinero como te dijo Damián. Se trataba de robar a Jossie tres kilos de cocaína. Pero aún no me explico por qué no estaban en la jodida caja fuerte; ésas eran mis noticias; ahí tenían que estar. Yo le informé de todo esto y él dijo que hablaría contigo para que tú entraras a por ellos, pero que te iba a decir que era dinero.

—A mí me habría dado lo mismo entrar a por drogas que a por dinero. No me importaba de lo que se tratara. Lo importante para mí era entrar, dar el paso, delinquir.

—Él no lo dijo por ti, lo dijo por él; no quiere que nadie sepa que tiene experiencia dentro de este mundo. Ha hecho contactos y poco a poco se está haciendo hueco aquí. En vuestro país también se dedicaba a esa vaina. Tú sacarías un bulto, una cartera, no sabrías lo que habría dentro, si era dinero, si era droga... La cosa fue así.

—Pero, no entiendo por qué no lo hicisteis solos.

—Ni él ni yo nos atrevíamos. Al final no sé por qué entré contigo. Supongo que no me fiaba de vosotros. Dijo que te daría unos cuantos dólares. Que te conformarías. Que nunca sabrías en lo que anduviste metido.

—Me habló de tres millones de dólares.

—Te diría que no había tanto, que fue un fracaso.

No le creí. Sospechaba que Chichi trataba de dividirnos con cautela para evitar o prevenir los inconvenientes del chantaje continuado al que podríamos someterle si estábamos unidos. Aparte de esto consideraba a Damián mi amigo. El único que mantuvo el trato en mi ignominiosa miseria.

El dinero que recibí me permitió instalar a mi familia en una vivienda de mejores condiciones y en una zona más respetable; aunque no evitó el gran cargo de conciencia, ni el obsesivo recuerdo de los acontecimientos que me producían tanta congoja. A mi mujer jamás le interesó saber la procedencia de ese capital manchado de pecado, de esos sucios dólares que la ayudaron a recobrar la salud y la circunspección. Abandonó la cama, aseó su persona, cuidó de su apariencia, germinaron nuevos propósitos en ella. Gracias al cambio de aires, a beber agua depurada y a los buenos alimentos, retornó el tono rosáceo a sus mejillas. Recuperó la sonrisa su angelical rostro después de tantísimo tiempo, precisamente el día en que vio como me caía de un árbol del jardín porque una abeja aguijoneó mi cara, cuando trataba de instalar un columpio para los niños.

Bajo su dirección inauguramos un nuevo negocio fruto de su ingenio. La confección y comercialización de flores artificiales. Y aunque teníamos un amplio muestrario con las más variadas formas y colores, no depositaba yo muchas esperanzas en el mismo, pues gracias a la benignidad del clima tropical, brotaban flores por doquier, más bonitas, más olorosas y fragantes que las nuestras. Porque no hay nada que supere a lo natural y, además, eran gratis.

Ella tenía fe en las posibilidades del asunto. Su teoría era: las flores artificiales duran más, se pueden lavar, no necesitan de la luz ni del agua para mantener su elegante colorido, no precisan de mantenimiento y éstas son muchas ventajas de cara a la clientela.

Yo, para no desairarla interrumpiendo así su recuperación, me dediqué a la representación sin mucho entusiasmo. Después de tantos negocios inopinados y funestos que emprendí, pensé que ella tenía también derecho a fracasar alguna vez. A los hoteles a los que ayer vendí pescado, hoy les vendía flores. Así era mi vida, poco seria, sin orden ni medida. Destinado a recomenzar infructuosos intentos por encontrar el rumbo a nuestras vidas.

Mi mujer, para esta labor, me obligó a llevar una cestita de mimbre, según ella «muy mona», para presentar las muestras a los clientes; minando así mi dignidad y mi criterio; pues no es cosa de hombres andar con cestitas y flores todo el día de aquí para allá, a la vista de mentes mal pensadas por retorcidas.

Cuatro operarias trabajaban en nuestro pequeño local. Sonia, incansable, se encargaba del diseño, de las compras, del personal, de la administración... y en fin, de todo menos de lo poco que yo hacía. Y para ser sincero, incluso ella vendía más en el local que un servidor haciendo el ridículo por ahí. Estaba triunfando. No le importaba afanarse día tras día, hora tras hora, en la agotadora tarea de encauzar su vida. Me asombraba con una fortaleza que jamás imaginé en esa mujer, en ese ser pusilánime y macilento que tan sólo unas semanas antes desfallecía delirando ante el umbral de la locura. Conquistó la supremacía, la preeminencia familiar, con la firme constancia en sus propósitos.

Gracias a los frutos de su trabajo disfrutábamos de una existencia sencilla pero satisfactoriamente próspera y segura, de una vida plácida, sin sobresaltos. ¿Tenía yo algún derecho a oponerme? El pasado, las experiencias, decían que no; que la jerarquía familiar no se mantiene inoculando inútiles doctrinas, conceptos tan abstractos como los de la libertad y la independencia mientras se sufren tantas calamidades. ¿Sirve esto para llenar una nevera? Mi mujer tomó las riendas, puso el nido en un sitio seguro, sin riesgos. Era la jefa.

Así, con los dictámenes desoídos y marginado, se iban consumiendo mis días. Sintiendo la inanidad, el despropósito de la existencia. Como si el comer todos los días me hubiera privado del aire que antes insuflaba las velas de mis anhelos. No había ya grandes horizontes a los que dirigirse. Se fugaron las ilusiones más ambiciosas.

Sometido a la tiranía empresarial de mi esposa, relegado también a las tareas ordinarias de la casa, padecía de un gran vacío espiritual. Ni siquiera en Los Misericos fui tan desgraciado.

Una frenética actividad ocupaba las horas de Sonia. Nos veíamos muy poco y, en esos ratos, no hablábamos de otra cosa que de la odiosa empresa, de los sucesos relacionados con la misma. En una de estas ocasiones le planteé la oportunidad de un nuevo negocio. Era el caso que un argentino vendía un picadero de caballos a muy buen precio; regresaba a Buenos Aires para retomar su antigua profesión de asesor económico, una vez transcurrido el tiempo en que eximía su responsabilidad en un turbio asunto financiero. Yo le decía a Sonia, tratando de convencer y avenir, que es de gente sensata diversificar riesgos, no fuera a ocurrir lo de todos los huevos en la misma canasta. Ella decía que si osaba actuar, en éste o en cualquier otro negocio sin su consentimiento, que los huevos que peligraban no eran los de la canasta, sino los míos propios; y que a quien Dios se la dio, San Pedro se la bendiga; que sacábamos bastante para vivir con holgura y sin necesidad; que si la suerte por fin nos vino a ver, era absurdo tentarla con disparates como los que yo pretendía.

En esta vacuidad tan frustradora me encontraba la jornada en que el vecino probaba la alarma de su carro tratando de ajustarla. Una y otra vez sonaba «guaguaguaguaguá». Cuando dejaba de sonar el silencio ocupaba el espacio mezclado con un calor sofocante. Llegó el sonido de algún insecto a mis oídos szzzzzzzzzz. Gotas de sudor se deslizaban lentamente por mi rostro. Reapareció odiosamente otra vez el guaguaguagua durante unos tres minutos más o menos, crispándome los nervios. Una gota llegó hasta mis labios; sentí su sabor salado. En ese preciso instante presentí que el día que comenzaba no sería de los buenos para mí.

Desayuné desganado y con náuseas. Aunque el calor era agobiante y desmayador, si dijera que me duché mentiría. No estaba yo por cumplir con nada, ni siquiera con los buenos hábitos de higiene matutina. Mancornado con el profundo malestar espiritual, con la pertinaz desazón que me sometía abúlicamente, sintiéndome un despreciable. Dejé pasar las horas indolentemente, sin ánimo para hacer nada de provecho. No deseaba ver a nadie. En realidad no deseaba nada. Si acaso... diluirme, desintegrarme en el espacio, no ser nada, ni siquiera un recuerdo. Mis pensamientos se enredaban en la inmediata realidad circunstancial; oía el goteo de algún grifo, el ruido lejano de un motor, miraba embobecido a las hormiguitas en su trajín continuo. Deseaba paz y olvido, exiliarme del mundo, permanecer en ese vacío interior, en ese gran hueco inocupado en el que sólo prevalecían fútiles pensamientos inconmovibles.

A ratos recordaba episodios de mi remota infancia; rememoré las sensaciones que sentí en aquellos años: el fustigante sol castellano, los frescos amaneceres veraniegos, el mañanero vuelo zigzagueante de las golondrinas en una polvorienta explanada, la siesta, adormecido por el canto de las chicharras bajo la sombra de un nogal; los fríos y cenicientos inviernos de Madrid, las nieblas nocturnas de los fines de año en Vallecas, la lucha diaria con los niños en colegios públicos de aquella época, donde curas y otros maestros, alguno de ellos perversos, trataban de hacernos aprender normas, conocimientos y comportamientos inútiles ayudándose de golpes y desprecios, ridiculizando sarcásticamente a los que no les agradaban, yo uno de ellos.

Recordé también, además de la escolar, la disciplina familiar, la militar, la laboral, la social, la fiscal... y maldije a todos al tiempo que pisaba desbaratando el hormiguero. Estas experiencias me hicieron comprender que las instituciones sociales, a quien mejor sirven, es a los administradores que procuran el bienestar general a la vez que menguan el del individuo. Al menos así lo hicieron conmigo, sobre todo aquéllas antiguas de mis años más nuevos, que por ser tiranas y opresoras, formaron mi carácter asocial, sublevado, poco dado a cualquier plan que exigiera disciplina y colaboración con otros. Rebelde, travieso, siempre con el deseo vehemente de la fuga: huir del frío, huir del calor, irse. Tratar de encontrar, de hallar algo mejor que lo anterior, que toda la mierda insustancial vivida hasta entonces. Buscando algo en lo que creer sin esperanzas de encontrar. Sabiendo que todo está medido y pesado, que todo lo que conoces no te satisface y que todo lo que te interesa está vedado. Sintiendo dentro de uno el inagotable motor que obliga a irse, a partir.

Nadie entiende ni padece las cosas propias como uno mismo, por eso nadie podrá entender cómo padecí durante aquellos aciagos años.

Gracias a Dios tocaron a la puerta, porque no hay nada peor en la soledad que los malos recuerdos. Por la ventana vi a un hombre joven con camisa blanca, abrochados sus puños y cuello; pantalón gris perla, zapatos negros lustrosos y un maletín en la mano. De unos veinticinco años. Por la pulcritud y la sonrisa pueril, daba la impresión de ser un hombre feliz en misión evangelizadora.

—Buen día —me hice ver desde la ventana.

—Cristo le ama —respondió. Acerté.

—Falta me hace —me dije a mí mismo.

—Si tiene un momento me gustaría hablar con usted y su familia.

—¿Sobre qué? —pregunté.

—Sobre la palabra de Dios.

—No estoy yo para oir la palabra de nadie —dije ásperamente.

Permaneció mirándome inmutable. Mantenía en su rostro la sonrisa amplia y blanca a pesar de mi seca contestación.

—Discúlpeme, no está mi familia y yo tengo un mal día. Si a usted le parece bien, quizá en otro momento podríamos escucharle.

—Como usted guste caballero. No desespere y tenga fe. Dios nos escucha a todos, a usted también. Rece, la oración tiene poder.

—Lo dudo, pero gracias por venir.

Se fue; le vi alejarse despacio procurando no pisar los charcos, evitando el mancharse sus lustrosos zapatos negros. Ésa era la fe, pensé. Sentirse alegre de Dios, soleado en la sombra, limpio, inmaculado. Llegar, permanecer y salir de los más atroces basureros humanos sin una mancha, con la primera de las tres virtudes teologales robustecida y la beatífica sonrisa misericordiosa en el rostro. Hay que ser muy fuerte o muy idiota para creer sin duda. Yo no era ninguna de las dos cosas.

Casi en el momento en que el individuo cerró la cancela, volvió a llover con fuerza. Agua, agua, agua. Miles, millones de gotas sobre la tierra caliente. Frescor inmediato. Un limpio alivio del calor sofocante. Comencé a sentirme mejor. Se formaron riachuelos. Comenzó a inundarse la parte baja del jardín. Se fue la luz, se detuvo el ventilador. Era una fiesta. Se escuchaba el agua estrellándose con vehemencia contra el techo. El sonido, la soledad, la contemplación de tanto líquido entre tanto vegetal, la aparición repentina de una alegría injustificada, instigaban a derramarse, a fundirse, a demasiarse, a descomedirse en toda esa magnitud natural. A lo lejos, por el camino, vi a una persona caminando despacio bajo el aguacero. Caía el agua cada vez con más intensidad, los truenos hacían temblar la tierra.

De repente, sin saber cómo, me encontré en el centro del jardín de mi nueva casa. De rodillas, con los brazos abiertos al cielo que los relámpagos iluminaban. Poseído por un ímpetu irrefrenable, comencé a cantar con todas las fuerzas sorprendiéndome a mí mismo:

—«Quiero cantar a las montañas y a los valles. Quiero cantar al mundo desde aquí...»

Cayó un rayo muy cerca sonando inmediatamente el trueno con tal estrépito, que el terror hizo que recobrara repentinamente la razón y me sintiera ridículo, así, cantando medio desnudo bajo la lluvia. Pero, a pesar de eso, el aguacero me recuperó el ánimo al menos durante ese día.

Me dirigí corriendo a la casa con la idea de cambiarme de ropa. Llegué justo en el momento en que lo hacía el hombre al que antes vi caminar en la lejanía. Me entregó una carta y se alejó tal como había llegado, sin admitir propina. Era de Damián. En ella, me comunicaba que conoció a un tal Federico Meiva Franco. Que este individuo me buscaba para tratar de negocios de suma importancia y que dado el interés que demostraba, me aconsejaba acudir, pues podría tratarse de algo interesante. Además escribió la hora y el sitio donde estaría Federico por si decidía encontrarme con él. También decía que no le aseguró que pudiera encontrarme, por si se trataba de algún asunto que a mí no me interesara afrontar.

Mientras recortaba las uñas de mis pies, me pregunté acerca de las causas por las que me andaba buscando el Flaquito. No teníamos asuntos pendientes. El único envío de dinero que nos encargó lo realizamos sin contratiempos. Recordé, que en aquella ocasión me habló de invertir en la República Mameiana y que me buscaría cuando regresara. Ésa era la respuesta. Me animé pensando que quizás Federico Meiva y sus negocios me ayudaran a eludir mi dedicación a la empresa de flores con algún proyecto importante, alguna propuesta a la que no podría oponerse Sonia. Lo que no imaginé es que comenzaba de nuevo el baile que menos me gusta bailar: ése en el que el destino te marca el compás; una danza en la que no queda más remedio que dejarse llevar. Pero yo entonces estaba muy contento e interesado para pensar en eso, al contrario, dejé transcurrir el tiempo fantaseando con la naturaleza de los presumibles negocios y mi participación en ellos. Cuando llegó la hora, deseoso de encontrarme con él, después de peinarme y vestirme, bajé silbando calle abajo hasta la principal; en ella se encontraba el bar donde estaría el Flaquito, según decía Damián en la carta: «El cordero verde». Lo escribo en español, aunque es la traducción del nombre inglés por el que se conoce este establecimiento: Green Lamb. Parte de este pequeño bar estaba instalado en la copa de un gran árbol.

El sitio se encontraba sin clientela. Retumbaron mis pasos pausados en el suelo de madera. El camarero, sin inmutarse por mi presencia, siguió mirando la televisión acodado en la barra. Me instalé en una de las mesas que estaban en el voladizo, cerca de las barandillas, para así disfrutar mejor del panorama durante la espera, entreteniéndome con el trasiego que se divisaba en esa calle importante de piso resplandeciente por agua de lluvia. Circulaban forasteros recién llegados, identificables por la palidez de su cuero, muchachos y muchachas con sus uniformes de colegio arreándose palos y tirándose piedras; vendedores de naranjas; un perro callejero holgazaneando; gallinas, limpiabotas, taxistas; prostitutas con atuendos poco distinguidos, aunque útilmente provocadores.

De vez en cuando alguien me reconocía y saludaba, yo correspondía sosegado por la placidez del momento y del lugar. Mientras, fumaba y paladeaba con fruición el primer Casteló añejo, a la roca, del día.

Alguien silbó. Desde abajo Damián me avisó que subía. Tuvimos un ligero momento de plática insustancial. Tratamos temas banales, cumplidores, sobre mujeres y esas cosas.

Pasado un rato no muy largo, hizo su aparición el Flaquito acompañado por una mujer más alta que le eclipsaba con su poderío. Después de la presentaciones, la misma señora dijo que era su compañera. Nos sentamos todos a la mesa y ordenamos al camarero que trajera un servicio (botella y hielo) de ron. Casteló añejo, por supuesto.

—Jeniffer no es mi nombre verdadero. El auténtico, que es el de Francisca, me lo he cambiado. He decidido mudármelo por el que te he dicho: Jeniffer, menos paleto y así... más internacional. Como yo a partir de ahora. Una nueva vida ante mí, una nueva situación, un nuevo país, un nuevo nombre. ¡Fantástico!

Así se expresaba Jeniffer o Paqui, según dijo la llamaban en España. Mujer jamona, aunque muy fea de cara y con voz ronca que deslucían el conjunto, porque era dueña de un cuerpo escultural, macizo, apabullante. Vestía de manera provocativa a sabiendas de lo anterior: pantalones ceñidos, camiseta escotada, no llevaba sujetador ni bragas. En ello reparé porque generalmente soy bastante observador de estas cosas. Pero, aunque no lo fuera, habría reparado igualmente en la evidente relevancia del monte de Venus y de sus labios mayores resaltados por el elástico ajuste de la liviana tela. Melena morena y leonada. No llevaba gafas, pero con certeza sus ojazos negros eran miopes, no habría otra explicación para el tanteo continuado de las cosas ni para el derrame y rotura en tres ocasiones de su vaso. Nariz grande, boca grandísima pero en proporción y correspondencia con su jeta. Neurasténica, vigorosa, impresionante. Daba miedo. Hablaba y hablaba sin detenerse y sin comas, no permitía a nadie intervenir en sus temas de conversación, por lo demás rarísimos y desconcertantes: la cena de Nochevieja en la masía de sus padres el año pasado; una operación de cataratas a una conocida de su compañera de pensión; origen de la paella y la fideuá; mayores avistamientos de ovnis en noches de luna llena... Pasaba de uno a otro siguiendo conexiones chocantes: una palabra, una frase... Hablaba de manera atropellada, apabullándonos con la potencia de su voz gruesa, haciendo muchos gestos con todo ella. Transcurridos tres cuartos de hora, y aprovechando la oportunidad de su primer punto, de su primer silencio, pregunté al Flaquito:

—¿Cómo está la cosa? ¿Te has decidido a instalarte por aquí, en la bella Morúa?

Él miró primero a su compañera antes de contestar, pareciéndome que ésta hacía un sutil gesto de consentimiento mientras bebía a grandes tragos su Casteló aguado por el hielo disuelto.

—Pues mira tío, estaba como loco por llegar y verte.

—Yo también te echaba de menos —dije precipitadamente, interrumpiéndole y por ello quedando en situación desairada.

—No, no me refiero a eso. Te estoy hablando más bien de cuestiones económico-financieras. Resulta que, además del envío que me entregaste meses atrás, había otro para mí por la cantidad de ochocientas mil pesetas. Aparte de la entrega de quinientas mil que pedí yo, pues el tonto el culo de mi hermano pidió otras ochocientas de su cuenta para mí. Mira los papeles de ingreso, verás las cantidades y los números.

Puso ante mí unos documentos que se empaparon inmediatamente con los restos de ron que había sobre la mesa. A pesar de ello, pude leer claramente mi número de cuenta, las fechas de unos meses atrás, el nombre del depositante, las cantidades...

—Como mi hermano está un poco pirao no ha dicho nada, él pensaba que ya me lo habías entregado, se olvidó del asunto. Fue Jeniffer la que revisando los extractos de cuenta se percató del error —sonrió ella complacida—. Como no me llevé tarjeta, ni dirección, ni teléfono, ni nada, no te he podido localizar. Sabía que volvería en un tiempo y por eso esperé para hablar contigo. Cuando llegué aquí, preguntando a unos y a otros conseguí dar con Damián y gracias a él, contigo. Ahora comprenderás por qué tenía tantas ganas de verte. O sea, para que me entregues mi pasta.

De un largo trago me bebí el ron que había en el vaso, además de tragarme los restos del hielo y el limón que suelen poner como acompañamiento. Los tres me observaban guardando un expectante silencio, incluso Jeniffer. Yo no sabía cómo sacudirme las moscas. Cualquiera comprenderá, y hasta podría compadecerme, si digo que abatidos mis sueños de forma tan brutal en esos momentos, repentinamente comencé a sentirme indispuesto, con el ánimo desabrido por una angustia desazonadora. Me entraron muchas ganas de llorar, pero a pesar de su intensidad las aguanté. Trataba de aparentar serenidad, calma, pero creo que no lo conseguí. Cualquier observador captaría el estado de mi sistema nervioso al ver cómo encendí un cigarrillo al revés con manos temblorosas y al escuchar mi voz quebrada con gallipavos cuando pedí un nuevo servicio; en fin, comprendería que estaba tocado. Con todo el valor que pude, sobreponiéndome al duro y largo silencio, dije:

—Lo lamento, pero no es posible.

Como no obtuve réplica de mis inmutables, y ahora indeseados, acompañantes, continué:

—Digo, que al no tener constancia de quién era el beneficiario y al no reclamar nadie la pequeña cantidad, publicamos unos avisos en el Bembón, periódico local, para encontrarlo. Según constancia y fe notarial, se notificó que en el plazo de tres meses si no aparecía el destinatario, se haría donación del dinerillo, al orfanato de Nuestra Señora de las Mercedes en la ciudad de La Isabela. Y así se hizo, disfrutando los huérfanos de esta entrega; porque era condición sine qua non que se dedicara a la compra de libros y material deportivo, adem...

—Joder, tío, qué historia te has montado en un momento. Tienes más imaginación que Julio Velme —sentenció atemorizándome el escabroso vozarrón de la mujer.

El Flaquito comenzó a descomedirse ordenándome enmudecer con el gesto de pinzarse los labios. Encendió un cigarrillo parsimoniosamente y me echó el humo en la cara como hacen en las películas. Entonces pronunció lentamente, sin alteración:

—Escúchame. No se te ocurra volver a decirme más gilipolleces. Si no me das mi dinero... mi propio, mi legítimo dinero, creo que lo vas a pasar muy mal colega —volvió a repetir lo del humo—. Tú conoces este país mejor que yo; si me sale de las pe-lo-ti-tas, puedo hacer que prendan fuego a tu casita mientras dormís, que te arranquen las uñas de los pies y que te las metan en los oídos..., que te rapten a los hijos y hagan morcillas, que te maten dos veces... Cualquiera de estas gracias me saldría por menos de tres mil pesos miserables, unas treinta mil pesetillas. Te lo digo con seguridad, porque ya he tratado con unos señores del asunto por si llegara el caso de contratar sus servicios. ¡Mañana, los dineros! Te espero a las nueve en punto. Hotel Diamante, habitación doscientos veintidós. No te falles muchacho.

Se levantó despacio y sin dejar de mirar desafiante, con mucha altivez, echó el cigarrillo en mi vaso, saliendo después con mucha chulería en los andares y dejándome con un pasmo del que tardé en recuperarme. Su compañera en cambio, prefirió seguir con nosotros durante unos minutos más para explicarnos cómo se puede matar dos veces.

Al rato nos quedamos solos Damián y yo.

—No me gusta esta señora. No me simpatizan las mujeres que hablan como hombres, que piensan como hombres, que actúan como hombres; no se observa en ellas ninguna cualidad femenina, en cambio transmiten lo más negativo del machismo. En fin..., espero que tengas dinero para pagar las consumiciones; yo no llevo nada encima —se excusó Damián.

—Pero... ¿qué coños me hablas de pagar las consumiciones? Está en peligro mi vida. ¿Dime qué te parece la situación? —pregunté solicitando amparo.

—Pues mala. Lo que te han dicho es verdad. Esta mañana los he visto hablando con la Negra Pola, ya sabes, ese matón que se cargó a un motoconchista en una pelea a bocados por querer cobrarle cinco pesos de más. Así que devuélvele lo suyo y no harán morcillas con tus niños.

—Pero es que no lo tengo —dije alzando tanto la voz por el pánico, que Damián abrió mucho los ojos sobresaltado—. Si arreglo la moto que está en el taller desde que me la secuestraron, me dan por ella unos treinta mil. Licinio, mi antiguo socio de lotería, me debe otros veinte, lo que hacen cincuenta. Al Flaquito tendría que darle unos ochenta. Sólo podría llegar a cincuenta. Eso si vendo la moto y Licinio me paga, porque desde que le hice el préstamo no le he podido localizar, y tú sabes que lo pasé muy mal en Los Misericos, que me hizo mucha falta, que busqué ese dinero. De lo que nos dio Chichi —Damián, alarmado, hizo un gesto pidiendo prudencia. Bajando el tono, susurrándole, proseguí—. De lo que nos dio el marica, entre pagar deudas, la fianza de la nueva casa y el nuevo negocio, deben quedarme unos tres mil pesos. O sea, que no puedo pagarle, aunque reconozco que el dinero es suyo.

—Bueno, pues no le pagues. Vete a hablar con él y le propones algo. Dile que no tienes el dinero, pero que más adelante lo conseguirás. Busca tiempo y déjate de donaciones a huérfanos, porque si no, te visitará la Negra Pola.

Sólo el oir mentar ese nombre me ponía la piel de gallina y un nudo en el estómago. Era un individuo con mal carácter y peor fondo; su instinto dañino hizo muchos huérfanos y dio a algunas el estado de viudas. Negro, grande, calvo, panzón, le faltaban varias piezas dentales originales que suplió con otras de oro; llevaba colgada en el pescuezo una cadenita con un pequeño hueso: era la falangeta que arrancó de un mordisco en la mano derecha de un dinamarqués; siempre armado ostensiblemente con un largo cuchillo de doble filo, el mismo que según dicen sirvió para cortar la oreja a un chino contestón. No quería yo que ahora cortara, ni mordiera, ni clavara a ningún español. Debía encontrar una solución, algo, lo que fuera con tal de no tener que dar explicaciones a la Negra Pola.

A causa de este nuevo revés de la vida, se desarregló mi aparato digestivo. Esto hacía que pasara más tiempo del que yo deseara vaciándome en el cuarto de baño. Allí, en soledad, como es normal en esos sitios, obsesionado con el negro del diablo, meditaba en qué camino tomar, dónde nos esconderíamos si no aceptaban los pretextos y las disculpas.

A Sonia, mi amorosa y dulce mujercita, no le dije nada. Para qué preocuparla; para qué importunarla ahora que era más o menos feliz saboreando una independencia de la que nunca disfrutó desde que tuvo la mala idea de casarse conmigo. Para qué disgustarla. Estaba tan satisfecha con sus empleados, con sus proveedores, con sus clientes, con las florecitas. Los ratos libres los dedicaba complacida al diseño de nuevos productos: que si una combinación de rosas y gladiolos, que si una nueva textura, que si un nuevo color... Su diosa era Flora y yo no deseaba seguir siendo su continua y demoledora pesadilla. Era fácil ocultar mis preocupaciones ante ella, que cautivada por el trajín diario, me trataba con absoluta indiferencia. Daba lo mismo si entraba o salía. Si lloraba o reía. Tampoco requería de mis potencialidades sexuales, que ya cansado de ser displicentemente desatendido desistí yo también de solicitar las suyas. Los niños y gatos estaban ahora más limpios y gorditos, cobraron carnes gracias a la laboriosidad e inteligencia de esta buena mujer que el cielo me mandó como compañera para alivio de mis males. Qué lejos de aquella otra que en Los Misericos, desgreñada y con aliento fétido, nos gritaba por cualquier pequeña falta, descargando su violencia sobre todo lo que se moviera y respirara. Sí, mal nacido sería yo, si interrumpiera esta sana recuperación, si inoculara en la sana armonía familiar el veneno de otra pútrida preocupación. ¿Pedirle dinero a Bienve o a Jordi? ¡No! No podría devolverlo. Además, dudo que en esos momentos me lo quisieran prestar. Pues a decir verdad mi crédito había descendido bastante en esos meses a consecuencia de mis peripecias. Consumida pues la noche en el discurrimento, concluí, después de ventilar repetidamente las opciones que se presentaban a mi entendimiento, que lo más conveniente era llegar con la verdad por delante. Admitir la deuda y ofrecer el propósito de pago de un hombre honesto. Esto era mucho más beneficioso para ellos que el pagar para que me desbarataran, como trataría de hacer entender a esos estrafalarios estragadores.

A las nueve en punto, mis nudillos tocaban la puerta de la habitación doscientos veintidós del Hotel Diamante.

Se abrió lentamente, franqueándome el paso al inferno lugar. Entré con gran temor y, por no tener todavía la vista habituada a la penumbra del interior, sólo percibí el movimiento de unas confusas sombras desplazándose en la oscuridad; también el mal olor del ambiente, causado sin duda, por muchos cigarrillos y además por la exhalación de otras miserias humanas que todo lo impregnan si no se orea una habitación en mucho tiempo. Las persianas estaban bajadas, aunque sus intersticios permitían el paso de unos finos y alargados haces de luz, visualizados en el espacio por el espeso humo que ocupaba hasta el último rincón del cuarto. Olfateé. Sí, era hachís. Recordé lo que intuí en nuestro primer encuentro: que era un drogadicto, que me arrepentiría de haberlo conocido; ahora comprobaba que no estaban desencaminados esos presentimientos.

Cuando por fin se acostumbraron los ojos a la oscuridad, mis pupilas identificaron sobre un sofá, desparramado e inmóvil, el cuerpo feble del Flaquito y a Jeniffer sentada sobre una mesa baja de mimbre abanicándose con un tebeo. Sus despectivas miradas y el zumbido del vuelo de un par de moscas alrededor de mi cabeza me crispaban los nervios. En pie, a mi derecha, percibí una respiración, un bufido, como de... res, producido por una masa muy próxima. Giré despacio la cabeza imaginando lo que sería; vi la refulgencia que un rayo de luz producía en los dientes de oro, deslicé la mirada por las cadenas colgadas del ancho cuello hasta llegar al hueso del danés engastado en plata. Era la Negra Pola.

—¿Puedo pasar al baño, por favor? —solicité el permiso como lo hacen los colegiales.

Como nadie contestó me tomé la libertad. Una vez dentro, me apresuré para no obrar sobre mí mismo. Ya sentado y aliviado del vientre, que no del estupor, me decía: —¡La Negra Pola! Jooodeeer. La Negra Pola. Ay Dios mío— Al tiempo cotejaba las dimensiones del ventanuco con las de mi cuerpo, comprobando la imposibilidad de fuga por él.

Pasados unos momentos en los que no aprecié sonido alguno, excepción hecha de los normales en esos sitios, me armé de valor, salí decidido a afrontar la situación de una vez por todas, acompañado de las moscas que aún persistían en su molesto vuelo alrededor de mi cráneo.

En pie ahora, en el centro de la habitación, encendía un cigarrillo el Flaquito mirándome a través del humo.

Con decisión y naturalidad cordial le pedí uno. Tras encender, y sintiendo el peso de la mirada del matón a sueldo en mi nuca, dije:

—¡Joer! qué día de calor vamos a tener hoy, ¿verdad? —nadie dijo nada, volví a hablar tratando de desdramatizar la situación, mientras señalaba un cuadro de la pared—. ¡Oh! Una reproducción de «Las mamasueles del miñón», de Pedro Piccaso —quise burlarme de ellos para demostrarme alguna superioridad que me ayudara en el enfrentamiento.

—Usted, sin duda, debe referirse al famoso lienzo «Las señoritas de Avignom», ¿cierto? —bramó la voz ronca, pausada y amenazante de la Negra Pola.

—Pues sí señor, así es —contesté yo girándome hacia él con una sonrisa en los labios y en actitud amigable.

—Esa mala reproducción que usted ve ahí colgada en la pared, son «Las Meninas» de Diego Velázquez. Y no es Pedro Picasso, sino Pablo Picasso, el pintor al que usted se refería.

Extrañado que la Negra Pola, por su actividad y aficiones, contara también con conocimientos en materia pictórica no supe qué responder. Entonces, poniendo su pesada manaza sobre uno de mis hombros y retorciendo con los dedos la punta de los cabellos de mi nuca, dijo en el tono con que se miman a los niños:

—¿Trajo usted el dinerito del Sr. Meiva?

—Pues... no; pero sobre ello he venido a tratar con ustedes —respondí como los niños cuando confiesan una travesura.

La Negra Pola alborotó despacio mi pelo recién peinado con fijador en esa mañana. Desconcertado sentí la flojedad de piernas y también un temblequeo en mi párpado derecho. La Negra Pola sacó un peine con púas grandes y separadas, me peinó con raya en medio; después, aplastó el pelo al casco con sus manos. Cuando acabó, guardó el peine en su bolsillo trasero y sorprendiéndome cruzó mi cara con tal contundente gaznatazo, que hizo que me tambaleara como un toro estoqueado, espantándome a las odiosas moscas definitivamente.

—Siéntate, Fran —me ordenó el Flaquito señalando el sofá en el que antes estaba echado—. Ni me lo has traído ni me lo vas a poder traer. ¿Verdad? Eso es lo que has venido a decir. Ya me he enterado cómo te han ido las cosas. En fin colega hay que buscar una solución, ¿se te ocurre algo?

Aunque era difícil articular palabra por lo desorientado y aturdido que estaba a consecuencia del sopapo, dije:

—Yo había pensado que si me das unos días quizá pueda cobrar unas deudas a uno que me debe mucho. Mey, yo te aseguro que le cobro y te pago una parte, tengo también la moto que la puedo vender y...

—Vale, vale tío, corta —interrumpió alzando la voz molesto.

—Fran —me llamó Jeniffer.

—Dígame, señorita —dije con sorpresa y buscando refugio.

—Hay una forma de saldar la deuda —infló una pompa con el chicle, explotó y quedó prendida en su narizota como un gran moco de color verde.

—¿Cuál? —pregunté temiéndome cualquier barbaridad.

—Te lo diremos esta tarde. Deja que lo hablemos. Pásate a las siete.

La Negra Pola me agarró de la mano y así, levantándome del sillón, me llevó hasta la puerta de entrada, la abrió y preguntó con voz melosa:

—¿Cuál es tu pintor favorito?

—¿De qué época? ¿De qué estilo? —dije perdido.

—De cualquiera.

—...Buñuel —respondí despistado en la respuesta a causa del nerviosismo.

—Ése no es un pintor; es un novelista. ¡Pendejo! Quieres abusar, quieres reírte de un pobre negro ignorante. ¿Verdad? ¡Abusador! —con la palma de su mano derecha volvió a golpearme, pero esta vez en el cogote, haciéndome rodar escaleras abajo.

Así, con un pitar de oídos, la cara colorada, y no de vergüenza, caminaba yo esa mañana alejándome del Hotel Diamante. ¿Qué me exigirían, qué me ordenarían esos desalmados? ¿Cómo habría de saldar yo mi cuenta con esos maleantes? Nada claro, nada limpio, nada legal, y, por si esto fuera poco, debía regresar, la cita a las siete, con la Negra Pola otra vez. Ojalá no volviéramos a tratar de pintura.

Fue entonces, mientras ofuscado me perdía en estas reflexiones, en tan nefasto día, en tan ominoso momento cuando la vi. No podía dar crédito a mis ojos, no podía ser tan injusta la realidad. ¡Qué barbaridad! ¡Qué espanto! Regresaba a casa lastimado, humillado, andaba evitando a la gente, por lo menos transitado de Morúa, por unos extensos solares ajardinados en las afueras. Y allí estaba ella maculándome la última pureza. A la sombra de un espinoso limonero, en la parte más frondosa, fresca y oculta del jardín. Cariñosa, acogedora, receptiva, abrazando, besando apasionadamente, con familiaridad a... ¡un negro! Era mi mujer. Era Sonia. Era mi santa esposa.

Sobreponiéndome con trabajo al golpe repentino, a la gran impresión emocional que consternado me llevó a las puertas del desmayo, sintiendo el golpeteo violento de mi corazón conmovido en el pecho, oculto, sin pestañear, observé dolorosamente agraviado la escena; la típica escena de dos enamorados en un parque público.

¿Existe Dios? Si la respuesta es afirmativa, creo que ya habría ganado la paz celestial a cargo de tanto sufrimiento, por tantos quebrantos.

¿Y ahora qué hago? ¿La mato? ¿Lo mato a él? ¿Los mato a los dos y después me suicido? ¿Aplacaría la sangre el dolor? ¡Qué desengaño tan tremendo! ¡Qué realidad tan terrible! La evidencia era un hierro candente que penetraba por mis ojos quemándome las entrañas. Ya lo cantó el poeta Ramón Orlando: «De pena muere un hombre cada día». Sin poder soportarlo más, me alejé abatido del cadalso.

A través del campo, tropezando y cayendo algunas veces, tal era mi desconcierto, llegué a casa llorando como un niño, sintiendo cómo una mano fría estrujaba mi cabeza. Ya no me quedaba nada. Cuando la sinrazón defrauda la más sublime certeza, cuando el ideal es mancillado, se pierde la fe, se pierde todo; queda entonces sin efecto la transcendencia de los sentimientos más puros y loables en el ser humano. Se cae en la cuenta de que lo que llamamos amor, ternura, deseo, simpatía, esperanzas, ilusiones... no es más que química, neuronas, células, ácidos, jugos, tejidos, humores..., miasma, porquería. Auténtica mierda humana luchando por vivir, soñándose a sí misma excelsamente inmortal, compensando la nimiedad de su existencia con altos y eminentes valores abstractos, exclusivos en las personas, cuando de lo que en realidad se trata es de un sinsentido, de sufrir lo menos posible, de devorar sin ser devorados, de nutrirse, de aparearse, de ocupar un espacio y desaparecer sin más.

Durante toda la mañana me revolqué en el comezón de mi propia miseria. Fue tan duro el revés que me hundió profundamente en la más desoladora ofuscación. Extraviado en la oscuridad de la razón, con los sentidos alterados en una mezcla de odio y de deseo, lloré, maldije, imploré en soledad. Roto, hastiado en la inacabable consunción de tanto dolor se me hacían insufribles los recuerdos contemplando la fotografía de nuestra boda. Iluminada infelizmente por el postrero rayo de un sol moribundo, los novios se besaban con una sonrisa en los labios y en el brillo de sus miradas se evidenciaba el alegre, el liviano compromiso perpetuo, mucho más fehacientemente que en las alianzas y trajes de boda.

Decidí acudir a la cita con el Flaquito. ¿Por qué lo hice? Aún no lo sé. Acaso, por liberar la razón, para tratar de despojarme del escozor, de la aspereza que padecía mi espíritu. Supondría que la conmutación de circunstancias obligaría a olvidar momentáneamente el ingrato peso de la traición.

Volvió la noche a volcar su oscuridad ahogando la última luz del día. Eran las siete. Otra vez la Negra Pola. De nuevo llamando en la astillada puerta de la habitación doscientos veintidós del Hotel Diamante; esta vez con una cosa clara: no dejaría que el peine de la Negra Pola volviera a peinarme. El despecho me hacía obrar con temeridad. Abrieron y entré sin ninguna precaución extrañado de encontrarme solamente con Jeniffer.

—¿No está la Negra? —pregunté mientras escudriñaba la habitación.

—No —contestó al rato un tanto sorprendida por mi desastradada apariencia, muy demudada de la que lucía en esa misma mañana.

—¿Qué es lo que queréis que haga? —dije hastiado y con premura.

—Te voy a hablar claro y sin mucho rollo, tío —su basto vozarrón ocupó exasperantemente hasta el último rincón del cuarto, igual que un continuado y desagradable estrépito metálico—. Si haces lo que yo te diga, aparte de la deuda, te llevas medio millón más.

—¡La vi con otro, será guarra!

—Pero ¿qué dices, tío?

—Nada, cosas mías. Sigue, sigue. Acepto, acepto.

—Pero qué aceptas si todavía no te he dicho nada, tío.

—Ah. Sí, sí, perdona, perdona.

—Se trata de lo siguiente: hay que traer de España un...

—¿Un qué?

—...un saxofón —lo dijo muy bajito, con los brazos cruzados y mirándose los zapatos. Pero después, como recuperada de la dubitación, esperó mi respuesta mirándome fijamente a los ojos.

—¿Un saxo? Sí, acepto, acepto... vale, está bien, acepto, yo voy, sí, yo voy, vale, acepto...

A pesar del aturdimiento, el hormigueo interior me revelaba que estaba aceptando un compromiso con demasiados riesgos, demasiado peligroso.

—Mira nene, tú te vas a España con algo de dinero y los gastos de avión pagados; llegas a Barcelona; llegas a un sitio; preguntas por un tío, le dices que vas de parte de Paqui «la culomoda» y que te den lo suyo; él te lo prepara, te da el saxofón, lo coges, vienes, lo traes, nos lo entregas y... cuenta saldada. ¿Vale?

—O.K. Vale. Un saxofón. O.K. Quiero saldar mi deuda con vosotros de una vez. Además, me hace falta ganar algo de dinero y necesito cambiar de aires. No preocuparos, dejad todo en mis manos. Acepto.

—¿No haces preguntas? Te veo muy dispuesto ahora. ¿Por qué has cambiado tanto desde esta mañana?

—Ya sabéis que me van mal las cosas. Esto me viene muy bien, necesito alejarme por un tiempo. Aquí cometería una locura. La mataría. El viaje crea la distancia y nos ayuda a olvidar lo que vimos, lo que dejamos.

—No sé de qué vas, pero el caso es que te vas, ¿verdad? —preguntó Jennifer confundida.

—No me voy, huyo.

Un golpe de la húmeda brisa hizo flamear por un instante las banderas del hotel y apagó la cerilla con que prendí el cigarrillo.

No me sentía con fuerzas para soportar el encuentro con Sonia; sería incapaz de obrar serenamente delante de esa pérfida mujer impregnada con la presencia, con la mácula de otro olor en su piel. Caminé estremecido y sin rumbo por las oscuras callejas de Morúa. Guiado por el capricho de mis pasos llegué a la empinada calle en que se encontraba la primera vivienda que ocupamos a nuestra llegada al país. Quién me iba a decir a mí entonces que en una noche como ésta me situaría frente a ella tan perdido y desamparado tras una decadencia tan atroz. Bajé hacia el acantilado mientras me parecía oir la antigua risa de mis hijos en el jardín. Allí, frente al mar, como tantas otras veces en el pasado me sentí algo recuperado.

A pesar del estrépito que causaba el mar oscuro rompiendo violentamente en una espuma azulada contra las incisivas paredes rocosas, escuchaba a lo lejos la música de una orquesta y un griterío confuso salpicado de carcajadas en un cercano hotel, sin que la estridencia del sarao interfiriera en mis meditaciones.

¿Por qué me enviaban esos desgraciados a por un saxofón a España? ¿Qué ocultaría el instrumento? Me repugnaba el involucrarme en un asunto que rezumaba vileza, pero a la vez la oportunidad me beneficiaba alejándome de la enmarañada situación en la República. Con la distancia cedería en intensidad la contundencia de los hechos y, algo aquietado el ánimo, decidiría con la razón más esclarecida qué hacer con mi desdichado porvenir. Además, libraría mi odiosa deuda con el indeseable Flaquito y sus temibles acólitos. Debía marchar, de lo contrario, mi insania acarrearía demasiada tragedia. Pensé cómo pretextar el viaje, aunque imaginaba que Sonia aceptaría cualquier excusa para justificar mi ausencia por unos días.

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Fecha de publicaciónDiciembre 1997
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